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Conocimiento de los ángeles en Dios

Refiriéndose de un modo especial a los ángeles custodios, pero con valor extensible a todos los espíritus celestiales, dice Jesús que “en los cielos ven sin cesar el rostro de mi Padre, que está en los cielos” (Mt 18, 10).

En los primeros libros del Antiguo Testamento, uno de los temores más hondos de algunos de los personajes bíblicos es haber visto al ángel de Yahveh, porque supone haber entrevisto o incluso haber visto cara a cara al mismo Dios (por ejemplo, Gedeón en el libro de los Jueces, 6, 22-23), lo cual es indicio claro de que dicho ángel está en la presencia del Señor contemplando su gloria. Los ángeles, ciertamente, están en la presencia de Dios alabándole (así, Salmos 102/103, 20-21; y 148, 2). El arcángel San Gabriel, cuando se aparece a Zacarías para anunciarle el nacimiento de San Juan Bautista, le dice que asiste en la presencia de Dios y le trae un mensaje de su parte (Lc 1, 19).

Por lo tanto, los ángeles contemplan a Dios y su conocimiento parte de esta fuente primordial, según han señalado con frecuencia los teólogos desde la época de los Padres de la Iglesia. San Agustín, al que Santo Tomás de Aquino seguirá y completará en esto, decía así que los ángeles tienen un conocimiento “diurno” o “matutino” y un conocimiento “vespertino”: conocen en Dios las criaturas, contemplando al Creador, y ése es el conocimiento diurno o matutino, porque las conocen en su Causa original primera; pero también conocen a las criaturas en sí mismas en un conocimiento vespertino. Asimismo, los ángeles se conocen a sí mismos en Dios (conocimiento diurno o matutino de sí mismos), mejor que lo que se conocen en sí mismos (conocimiento vespertino de sí mismos) (La Ciudad de Dios, lib. XI, caps. 7 y 29; Santo Tomás lo aborda en la Suma Teológica I, q. 58, a. 6 y 7).

Contemplación del Verbo divino

Los ángeles contemplan a la Santísima Trinidad en el cielo. Conocen a las divinas personas, se conocen a sí mismos y conocen las criaturas en la contemplación de la Sabiduría en persona, es decir, la segunda persona trinitaria, el Logos, el Verbo de Dios, el Hijo. El Hijo es ciertamente “imagen del Dios invisible” (Col 1, 15), “irradiación esplendorosa de su gloria y sello de su sustancia” (Heb 1, 3). La Sabiduría divina, identificada con la persona del Verbo, es “una exhalación de la potencia de Dios y un limpio efluvio de la gloria del Todopoderoso”, “irradiación esplendorosa de la eterna luz y espejo inmaculado de la energía de Dios y una imagen de su bondad” (Sab 7, 25-26). Por eso dice Jesús a San Felipe que “quien me ha visto, ha visto al Padre”, porque “Yo estoy en el Padre, y el Padre en mí” (Jn 14, 9-10). Los ángeles, pues, ven en el cielo al Padre (Mt 18, 10) al contemplar al Hijo, y con ellos al Espíritu Santo. Contemplan y aman al Hijo y lo demuestran de manera especial con su alegría al anunciar su Nacimiento a los pastores (Lc 2, 13-14), al servirle después de las tentaciones en el desierto (Mt 4, 11; Mc 1, 13), al consolarle en la agonía en el Huerto (Lc 22, 43) y cuando vengan al final de los tiempos en la Parusía (Mt 24, 31; Mc 13, 27; Lc 21, 26). La estrecha unión de los ángeles al Verbo divino hace que Él comente a San Felipe y San Bartolomé: “En verdad, en verdad os digo, veréis el cielo abierto y a los ángeles del cielo que suben y bajan sobre el Hijo del hombre” (Jn 1, 51).

Así, pues, los espíritus celestiales conocen y aman al Verbo divino con intensidad, y en Él conocen al Dios Uno y Trino y las criaturas, porque es el “primogénito de toda la creación, porque en Él fueron creadas todas las cosas en los cielos y sobre la tierra, tanto las visibles como las invisibles” y “todas las cosas han sido creadas por medio de Él y para Él. Y Él es anterior a todas las cosas y todas tienen en Él su consistencia” (Col 1, 15-17). A Él le constituyó “heredero de todas las cosas”, pues “por Él hizo [el Padre] también los mundos” (Heb 1, 2). Por eso el Padre ha querido instaurar y recapitular todas las cosas en Él, “las de los cielos y las de la tierra” (Ef 1, 10), sometiéndolo todo a Él (Heb 1, 8).