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Compromisos

He dado vueltas a esas ideas, no tanto porque me sorprendieran o desconcertaran, sino más bien porque buscaba el modo de responder con sencillez y acierto a sus inquietudes. Mi conclusión es clara: existe una visión equivocada, o al menos limitada, del matrimonio.

En realidad, no se trata de descubrir aquí nada nuevo. La respuesta está en la doctrina más fundamental de la Iglesia Católica: el matrimonio no es una realidad cualquiera. No se puede equiparar el acto de casarse con el de comer un helado, por ejemplo. Constituye, de hecho, una de las dos únicas maneras en que la persona puede culminar su aspiración natural al amor. A través de él, los cristianos podemos imitar a Jesucristo, y de ahí que merezca toda nuestra atención.

La importancia de la institución matrimonial justifica el valor que merece el acto de celebración. Es decir, el ritual de contraer matrimonio reúne una serie de circunstancias muy particulares. La más decisiva de todas ellas es, por supuesto, la libre determinación de los contrayentes a entregarse mutuamente y hasta que la muerte los separe. En otras palabras, el consentimiento matrimonial íntegro constituye un requisito fundamental para la consecución del matrimonio.

Al matrimonio libre le sigue el calificativo de “indisoluble”. Ésta implica una unión definitiva e inquebrantable mientras los dos cónyuges sigan con vida. La muerte rompe ese vínculo, pero no antes. Por tanto, por más que exista una separación conyugal –con la subsiguiente falta de convivencia-, el vínculo permanecerá inmutable. Lo dice con claridad el apóstol San Pablo: “En cuanto a los casados, les ordeno, no yo sino el Señor: que la mujer no se separe del marido, más en el caso de separarse, que no vuelva a casarse, o que se reconcilie con su marido, y que el marido no despida a la mujer” (1 Co 7, 10-11).

No hay, pues, ninguna manera lícita de casarse “para probar qué tal es”. Si el matrimonio sacramental se lleva a cabo, no existe vuelta atrás. Hoy en día, muchos jóvenes nos encontramos en la tesitura de un noviazgo que da muestras de progresar y de procurar muchas alegrías tanto al chico como a la chica. Dentro de esa dinámica, y en buena medida influidos por la sociedad hedonista que invita a vivir según las reglas del placer y la conveniencia, es muy tentadora la idea de una unión de hecho o de un “matrimonio experimental” que sirva para dirimir, con la perspectiva que ofrece el tiempo, si el novio o la novia valen la pena. Es decir, se vive como un casado pero sin el profundo compromiso que entraña la vida del casado.

La respuesta se halla con facilidad, creo, cuando se descubre el significado y el sentido real del matrimonio: es una alianza sacramental de por vida y que instituye una familia desde el mismo momento del consentimiento mutuo. Tras el matrimonio válido (sea consumado o no), la institución matrimonial está formada y no hay modo humano de deshacerla. Dios ha establecido y bendecido dicha unión. Por consiguiente, todas las precauciones, advertencias y consideraciones que precedan al matrimonio serán lógicas y bienvenidas. Pero al darse el sí, quiero, y siempre y cuando dicho consentimiento matrimonial sea verdadero, el prometido y la prometida pasarán a ser marido y mujer. Hasta que la muerte les separe.