Usted está aquí

Características de los coros angélicos

Primera jerarquía

Como se indicó en el artículo anterior, las funciones de cada coro angélico no están perfectamente claras siempre, pero, a partir de los datos bíblicos, algunos autores antiguos propusieron sus atribuciones.

Según el Pseudo-Dionisio Areopagita, en cada jerarquía, los ángeles de los coros superiores están más próximos a Dios e instruyen y guían a los menos cercanos hasta su presencia, su iluminación y la unión con Él (La Jerarquía Celeste, cap. IV, 3); pero esto no deja de ser algo opinable. Este autor considera que toda jerarquía tiene como fin ocuparse en la imitación de Dios configurándose con Él (La Jerarquía Celeste, cap. VII, 1).

Dice también que la primera jerarquía (serafines, querubines y tronos) está compuesta por seres totalmente puros y en constante amor de Dios, teniendo como propiedad el ser semejantes a Dios, “contemplativos” en cuanto se encuentran llenos de una luz que supera todo conocimiento inmaterial y están invadidos por la contemplación de Dios. La primera jerarquía es así “la que ocupa el ‘círculo de Dios’ (Is 6,2; Ap 4,4; 5,11) […], digna de un alto grado de comunión y cooperación con Dios”, lo cual le permite poseer un conocimiento extraordinario de muchos misterios divinos. Transmite su conocimiento de Dios a sus inmediatos inferiores para que conozcan y honren a la Deidad misma (es en el capítulo VII donde se ocupa de esta jerarquía).

El profeta Isaías tuvo una visión de Dios sentado sobre un trono elevado y excelso y pudo contemplar cómo los serafines estaban por encima de Él alabando el nombre del que es tres veces Santo, es decir, de la Santísima Trinidad: “Santo, Santo, Santo es Yahveh Sabaoth (Dios de los ejércitos = de los ángeles), llena está toda la tierra de su gloria” (Is 6,1-3). En esta visión, dice que cada uno tenía seis alas: “con dos de ellas se cubría el rostro, con dos los pies y con dos volaba”. San Gregorio Magno dice que los serafines son “los ejércitos de ángeles que, por su particular aproximación a su Creador, arden en un amor incomparable; porque serafines se llaman los ardientes e inflamados” y arden así de amor de Dios por estar tan cercanos a Él. “Ciertamente su amor es llama, pues cuanto más sutilmente ven la claridad de Dios, tanto más se inflaman en su amor” (Homilías sobre los Evangelios, 34, 10). También San Bernardo de Claraval dice que son “espíritus abrasados por el fuego divino, que incendian toda la creación” por el amor de Dios (Sobre la consideración, libro V, IV, 8).

En cuanto a los querubines, el salmo 79/80,2 afirma que Dios se sienta sobre ellos. San Gregorio Magno señala que son llamados “plenitud de ciencia” porque contemplan de cerca la claridad de Dios (Homilías sobre los Evangelios, 34, 10). De ellos dice San Bernardo: “beben de la misma boca del Altísimo y distribuyen corrientes de ciencia a todos sus conciudadanos” (Sobre la consideración, libro V, IV, 8).

Por lo que respecta a los tronos, es más difícil saber con precisión su función, si bien el nombre se les da en origen, según parece, porque también conforman el trono de Dios. Al menos, algunos autores de la Tradición así lo han entendido. Por ejemplo, el mismo San Gregorio Magno se fundamenta para ello en el salmo 9,5 en que se lee: “Defendiste mi causa y mi derecho, sentado en tu trono como juez justo”. De ahí que el primer papa-monje sostenga: “se llaman ‘tronos’ aquellos ejércitos de ángeles en los cuales Dios omnipotente preside el cumplimiento de sus decretos; porque en nuestra lengua llamamos tronos a los asientos, se han llamado tronos de Dios a los que tan llenos están de la gracia divina, que en ellos se asienta Dios y por ellos decreta sus disposiciones” (Homilías sobre los Evangelios, 34, 10). Por su parte, San Bernardo comenta que “se llaman tronos, precisamente porque están sentados, para que sobre ellos se siente el mismo Dios”, advirtiendo que esta posición de sentados “equivale a gozar de una tranquilidad suma, de una serenidad placidísima, de una paz que supera toda experiencia” (Sobre la consideración, libro V, IV, 8).