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Algo más sobre la oración

En este mes de abril que incluye la Semana Santa cobra especial relevancia, al menos para mí, la escena de Jesucristo en el Huerto de los Olivos. Justo unos pocos minutos antes de su aprehensión, a escasas horas de ser crucificado y, por tanto, de padecer unos dolores y un sufrimiento difíciles de imaginar, Jesús optó por retirarse a orar. Quiso hacerlo junto a varios de sus discípulos, pero no para festejar y celebrar algún tipo de despedida, sino para prepararse interiormente. Parece algo de una enorme significancia y que se asemeja mucho a la escena de la Transfiguración, cuando también le acompañaron unos pocos apóstoles.

Es cierto, por tanto, que esa oración en el monte de los Olivos de Jesús fue dolorosa, dramática, pues condensa el momento decisivo en el que la naturaleza humana de Jesús dudó sobre si aceptar o no la carga de la redención. Pero no es menos cierto que deseó pasar ese trance tan angustioso (se vio a sí mismo frente a la muerte) con Pedro, Santiago y Juan cerca. De hecho, les pide que recen con él, como si necesitara su ayuda para el “empujón” final.

Aquella oración en Getsemaní sirve como imagen de lo que nos ocurre o puede ocurrirá nosotros: cuando experimentemos un cansancio extremo, una tristeza que vaya acechándonos con una fuerza redoblada, tratemos de acudir al único consuelo que nadie nos podrá arrebatar. Y si lo hacemos al lado de nuestros hermanos en comunidad (por algo pertenecemos a una Iglesia), el grado de serenidad y alegría que experimentaremos será quizá mayor. Es una forma de abandonarse en la Providencia y de recordar que lo de este mundo, a menudo tan peligroso y doloroso, no es definitivo. El Compendio del Catecismo de la Iglesia católica enseña sintéticamente: “La oración de Jesús durante su agonía en el huerto de Getsemaní y sus últimas palabras en la cruz revelan la profundidad de su oración filial: Jesús lleva a cumplimiento el designio amoroso del Padre, y toma sobre sí todas las angustias de la humanidad, todas las súplicas e intercesiones de la historia de la salvación; las presenta al Padre, quien las acoge y escucha, más allá de toda esperanza, resucitándolo de entre los muertos” (n. 543). La oración, en fin, supone poner nuestra propia voluntad al servicio de una voluntad muy superior, la de Dios, que conoce, entiende y ama mucho más de lo que somos siquiera capaces de sospechar.