Indignado, el sacerdote se abalanzó para quitar de las manos de aquel hombre empedernido el Libro Sagrado, pero de pronto se le ocurrió una idea…

Cómo era posible, se preguntaba el ermitaño, que quien abandonó el mundo para dedicarse a la penitencia y a la oración mereciera el mismo premio que el que siempre vivió en el lujo de la corte…

Si el bondadoso rey Saadi concedía a sus vasallos riquezas, joyas, tierras, ganado, ¿por qué evitaba atender una petición tan sencilla, que le hacía su propia hija?

Santiago no se impresionó con la cándida narración del niño. Con un gesto violento le arrancó la cruz de sus manos, mientras vociferaba: “¡Esto es de tu padre!”.

Rubén siguió un rastro y vio a su hermano sentado sobre unas rocas. Con la cabeza apoyada en las manos miraba al agua, admirado. ¿Qué estaría viendo?

Todos esperaban el primer toque de la campana mayor. Cuál no fue el asombro general cuando, en el momento preciso, no emitió ni siquiera un ruido.

Inmensa estaba en esos pensamientos, cuando oye un estrépito de cabalgaduras y de gente hablando en voz alta. ¿Qué hacía aquella comitiva en un barrio

de pastores alejado del centro de la ciudad?