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‘Transgender whispers’ para niños de 5 años en Australia

‘Transgender whispers’ para niños desde los 5 años en Australia

Los ‘transgender whisperers’ son docentes pagados por el Ministerio de Educación en Australia para localizar e identificar a niños desde los 5 años que podrían sentirse más cómodos en el sexo contrario al que nacieron para animarles a ello.

¿Puede alguien imaginar algo más retorcido, un abuso infantil tan evidente?

Hay una conjura, me da igual si fomal o informal, deliberada o inconsciente, para destruir a las nuevas generaciones, para someterlas a los caprichos del pensamiento único y dejarnos terriblemente claro a los padres que los niños son suyos, no nuestros.

No hay ni que decir que los niños ‘trans’ han aumentado un 200%. Quién iba a imaginarlo, ¿verdad?, una profecía autocumplida tan obvia.

Oír hablar a los pedagogos de los últimos veinte o treinta años es siempre una ocasión inapreciable de comicidad desternillante, especialmente si una tiene hijos o, como poco, observar de cerca y sin preconcepciones a algún niño.

Esta caterva de expertos hablan de los niños como podría especular un escritor de ciencia-ficción sobre formas de vida inteligente de remotos planetas, pero con mucho menos sentido común. Si lo tuviera, aunque sea en cantidades infinitesimales, sabrían que un niño de cinco años no puede ser transgénero como no puede ser doctor en Física de Partículas, con la diferencia de que cualquier adulto en posición de autoridad puede convencerle de ello o de lo que sea.

Por eso es abuso infantil; por eso debería llevar aparejado prolongadas penas de cárcel en lugar de un título, poder y un sueldo de la Administración, es decir, del propio padre que va a pagar los terribles platos rotos.

Si no habláramos de seres humanos, si no condicionara todo el resto de la vida de incontables individuos, sería para partirse de risa. Sí, desde los cinco años. Esa edad en la que creen en los Reyes Magos y en el Ratoncito Pérez y están convencidos de que van a ser astronautas o bomberos. A esa edad, estos adivinos pueden observar imperceptibles señales en el pequeño Timmy que le indican que, en realidad, una tímida Lucy o una reprimida Becky se esconde dentro del pequeño, pugnando por salir.

Y vaya si se van a empeñar en que salga. Y en que empiece el calvario de tratamientos, cambio de nombre y ropa, terapia y quizá cirugía. Sobre todo, de daños psicológicos potencialmente devastadores. Ningún creador de distopías del pasado siglo imaginó una detalle tan horrendo, una tiranía tan brutal disfrazada tras una sonrisa de tolerancia, en un sistema implecablemente democrático en el que elegimos a quienes pueden, por un capricho burocrático, destruir a nuestros hijos.

Es una locura. Exactamente es la palabra con la que describe esta deriva John Whitehall, catedrático de Pediatría de la Universidad de Sidney Occidental en el Daily Telegraph australiano. “Si no fuera algo tan serio, sería para partirse”.

Cuenta Whitehall que el Ministerio de Educación paga 700 dólares australianos a alguien “para que informe a niños y niñas que no son realmente niños y niñas; que están en algún punto intermedio de un arcoiris fluido de género”.

Como suele ser el caso, la excusa de este abuso hace no tantos años inimaginable no puede ser más ‘compasiva’: acabar con el abuso escolar. Lo que consiguen, dice Whitehall, es exactamente lo contrario: “Hay muchas maneras de abusar de los niños; creo que esta es la forma de abuso escolar más amplia, cruel y peligrosa que se pueda imaginar”.

Hay un evidente sesgo en las noticias, y es que casi siempre reflejan cosas de adultos, de interés inmediato para los adultos, ya sea una subida de impuestos, la llegada de la penúltima patera o el penúltimo desafío del separatismo catalán. Pero donde realmente nos jugamos el futuro, la continuidad, es en nuestros hijos y, por tanto, lo que debería absorber nuestro interés son noticias como esta.

No, no se engañe pensando que hay cosas más urgentes e importantes. Nada puede ser más importante que el modo en que construyen -o destruyen- la personalidad de nuestros hijos, la próxima generación. Y, si no estamos vigilantes, si no nos atrevemos a pasar por pesados e inoportunos para salvaguardar su desarrollo, la distopía que nos reserva el futuro dejará pequeña a todo lo que han imaginado las mentes más febriles.