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Vida de san Antonio de Padua. Capítulo 14

Capítulo 14 – El corazón encuentra su morada

Después de años de viajes, fatigas, debates, conversiones y prodigios, Antonio regresó a Italia, llevando consigo no solo la experiencia de misionero incansable, sino también la madurez espiritual y pastoral de un hombre que había gastado su vida por el Evangelio. No volvió para descansar, sino para entregarse con más fuerza al pueblo que lo necesitaba. Y fue en Padua, una ciudad vibrante y agitada del norte italiano, donde su corazón encontró finalmente un lugar desde donde irradiar paz.

Padua era una urbe universitaria, rica en cultura y comercio, pero también marcada por profundas desigualdades sociales y tensiones políticas. Allí convivían estudiantes, campesinos, mercaderes, nobles, y un pueblo que sufría los abusos del poder. No era una ciudad fácil, pero sí un terreno fecundo para la acción evangélica. Y cuando Antonio llegó, su sola presencia ya despertaba expectativa.

El pueblo lo conocía. Su fama de predicador y taumaturgo se había extendido como llama por toda Italia. Muchos lo esperaban como a un nuevo profeta. Pero Antonio no llegó con ínfulas de santidad. Se estableció en el convento franciscano de Arcella, a las afueras de la ciudad, y comenzó a predicar, a confesar, a enseñar, a consolar, a vivir como uno más entre los sencillos.

Fue en Padua donde su predicación alcanzó una intensidad sin precedentes. Los testimonios de la época hablan de muchedumbres que se congregaban en plazas abiertas, porque las iglesias no bastaban. A veces, los sermones se realizaban en los campos, y la multitud escuchaba en silencio, como si el viento mismo se detuviera. No era solo elocuencia lo que atraía, sino una presencia viva de Dios que emanaba de sus palabras.

Uno de los temas recurrentes de sus predicaciones en Padua fue la reconciliación y la justicia social. Antonio intercedía por los encarcelados, promovía la restitución de bienes robados, animaba a los poderosos a perdonar deudas y liberar a quienes estaban oprimidos por intereses abusivos. En una ocasión, logró que el consejo de la ciudad aprobara una ley en defensa de los más pobres, protegiendo a quienes estaban endeudados y limitando los excesos de la usura.

Ese gesto fue tan impactante que muchos lo recuerdan como “el sermón que cambió la ley”. No se trataba solo de un hombre de palabra: era un artífice de paz que transformaba la realidad.

Padua también fue lugar de contemplación. Entre su intensa labor pastoral, Antonio encontraba tiempo para la oración solitaria, la adoración eucarística y el estudio de la Escritura. Su habitación en el convento era humilde, su vida austera, su trato afable. Los hermanos lo admiraban, pero más aún lo amaban, porque nunca dejó de ser el hermano Antonio, accesible, cercano, profundamente humano.

Fue también en Padua donde comenzó a redactar sus célebres Sermones dominicales y festivos, una obra que no llegó a completar, pero que conserva toda la riqueza de su pensamiento espiritual y pastoral. Estos escritos serían, siglos después, un tesoro para la Iglesia.

Para el pueblo paduano, Antonio no era solo un predicador, sino un amigo del alma, un hombre de Dios que caminaba por sus calles y lloraba con ellos. No pasaba un día sin que acudieran a él personas buscando consejo, sanación, justicia o consuelo. Su convento se convirtió en un faro, y su palabra, en refugio.

Sin proponérselo, Antonio se convirtió en el santo de Padua, aún en vida. Pero él solo deseaba ser instrumento de Cristo, nada más. En una carta escrita a un amigo, dejó entrever su humildad profunda:

“No es el predicador quien convierte el corazón, sino el Espíritu. Si algo bueno nace de mí, es porque Dios ha querido sembrarlo.”

Este tiempo en Padua marcó la cúspide de su ministerio y la profundidad de su entrega. No eran años de declive, sino de plenitud. Su salud empezaba a resentirse, pero su alma ardía como nunca. En su fragilidad física, se revelaba la fuerza del Evangelio que lo sostenía.

Este capítulo es un canto a la fecundidad final. Porque el corazón del peregrino encontró hogar, no en la comodidad, sino en el amor compartido. Y Padua, sin saberlo del todo, se convirtió en tierra santa.