Usted está aquí

Vida de san Antonio de Padua. Capítulo 13

Capítulo 13 – Maestro de la Palabra y del Espíritu

San Antonio de Padua no solo fue un predicador carismático y un defensor incansable de los pobres. También fue un formador de formadores, un maestro de teología con una profunda vida espiritual y un don pedagógico excepcional. En él se unían la claridad intelectual, el fuego interior y la fidelidad al carisma franciscano.

Tras sus años de intensa predicación por el norte de Italia y el sur de Francia, Antonio fue invitado por la Orden a dedicarse a la formación de nuevos predicadores, una tarea urgente en un contexto donde la herejía amenazaba y el pueblo necesitaba una palabra luminosa, cercana y bien fundamentada.

Fue en este contexto que recibió la famosa carta de san Francisco de Asís:

“Me complace que enseñes teología a los hermanos, con tal que no se apague en ti ni en ellos el espíritu de oración y devoción.”

Esta breve misiva expresa con claridad la intuición fundamental de la pedagogía antoniana: unir ciencia y espiritualidad, conocimiento y contemplación. Antonio aceptó la tarea con humildad, convencido de que la predicación sin formación podía caer en errores o superficialidad, pero también de que el saber sin oración podía secar el alma.

Comenzó a enseñar teología, primero en Bolonia, luego en otros conventos como el de Montpellier y Toulouse. Sus clases no eran meramente académicas. Antonio formaba a los frailes en el arte de predicar el Evangelio con claridad, profundidad y amor. Insistía en tres pilares esenciales: la Sagrada Escritura, la vida de oración y el servicio al pueblo.

Dominaba el latín, conocía a fondo a los Padres de la Iglesia y la tradición teológica medieval, pero sobre todo tenía una inteligencia espiritual que lo hacía comprender el sentido profundo de las Escrituras. No le interesaban los discursos abstractos; prefería ejemplos concretos, parábolas, imágenes vivas. Sabía que la verdad, para ser acogida, debía llegar al corazón.

Una de sus contribuciones más originales fue la lectura simbólica y espiritual de los textos bíblicos, especialmente en sus célebres sermonarios, que hoy conservamos como testimonios de su labor formativa. En ellos no solo se encuentran homilías, sino auténticos tratados de vida cristiana, mística, moral y pastoral.

Antonio enseñaba también a discernir los tiempos: a leer las necesidades del pueblo, a adaptar el lenguaje, a buscar siempre la conversión y no el juicio. Formaba a los hermanos para que fueran predicadores misericordiosos, no jueces implacables; sembradores de paz, no agitadores de multitudes.

No se limitaba a las aulas. Acompañaba personalmente a sus discípulos, rezaba con ellos, compartía su vida. Su enseñanza se hacía vida. Muchos frailes, al terminar su formación con él, partían a distintas regiones con una pasión renovada por el Evangelio y con las herramientas necesarias para transmitirlo con eficacia y ternura.

El pueblo lo llamaba “el martillo de los herejes”, pero sus hermanos lo veían como el encendedor de fuegos, porque tenía el don de encender en otros el amor por Cristo. Donde otros veían confusión o ignorancia, él veía tierra fértil para la semilla de la Palabra.

La tradición franciscana, que al principio era reacia a los estudios sistemáticos, encontró en Antonio un puente entre la sabiduría académica y el espíritu evangélico. Por eso, puede ser considerado el primer teólogo franciscano, precursor de figuras como Buenaventura y Duns Escoto.

Su legado como maestro permanece. La Iglesia lo reconoció no solo como santo, sino también como Doctor de la Iglesia en 1946, con el título de Doctor Evangelicus, es decir, “Doctor Evangélico”. Este título honra su capacidad única de enseñar la verdad con amor, de predicar con ciencia y de vivir con humildad lo que enseñaba.

Antonio entendió que el saber no es para el prestigio, sino para el servicio. Que un predicador no es un orador, sino un mensajero de Dios. Y que la mejor enseñanza no se da con los labios, sino con la vida.