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Vida de san Antonio de Padua. Capítulo 04

Capítulo 4 – La decisión que cambia el rumbo

A veces, en la vida, basta un solo paso para que todo cambie. Un paso dado con fe, con libertad interior, con el corazón dispuesto a dejar atrás lo seguro para abrazar lo esencial. En la juventud de Fernando de Bulhões, ese paso se dio en el umbral de la puerta de su casa, cuando anunció a sus padres su decisión de dejarlo todo para entrar a la vida religiosa.

Tenía apenas quince años cuando pidió ser admitido en el monasterio de San Vicente de Fora, regido por los canónigos regulares de san Agustín, a escasa distancia de su hogar. Aquella comunidad, dedicada a la oración, al estudio de la Palabra de Dios y a la vida fraterna, respondía profundamente al anhelo que Fernando llevaba en el alma. Su deseo no era simplemente retirarse del mundo, sino abrazar una vida donde Dios fuera el centro y la Palabra su alimento diario.

La decisión no fue fácil. Sus padres, aunque cristianos fervorosos, albergaban otras esperanzas para él. Lo veían como heredero de la dignidad familiar, quizás con una carrera eclesiástica brillante en la catedral de Lisboa o en la corte real. Pero Fernando, sereno pero firme, escogió un camino más oculto, más austero, más radical. No buscaba honores, sino santidad. No deseaba títulos, sino servir a Dios con todo su ser.

Ingresar en el monasterio significaba renunciar a su apellido, a sus bienes, a la cercanía de los suyos. Era un acto de muerte al mundo para nacer a una vida nueva. Un acto evangélico, como el de los discípulos que dejaron redes y barcas para seguir al Maestro. Y Fernando, con la fuerza interior que sólo da el amor auténtico, lo hizo sin volver la vista atrás.

En el monasterio de San Vicente, su vida se ordenó al ritmo de la oración litúrgica, la lectura espiritual y el estudio teológico. Allí, entre los muros del claustro y la armonía de los salmos, su vocación se fue afianzando, su mente se fue iluminando y su corazón se fue purificando. La regla agustiniana le ofrecía un marco de comunidad fraterna, donde compartir lo material y lo espiritual era parte del camino hacia Dios.

Pero muy pronto, el silencio del monasterio comenzó a verse perturbado. Su familia, que aún no se resignaba a su decisión, intentaba convencerlo de abandonar la vida religiosa. Las visitas frecuentes, los ruegos, las promesas de futuro… todo ello empezó a ser un obstáculo para su recogimiento interior.

Fernando comprendió entonces que, si quería seguir a Cristo con libertad plena, tenía que alejarse incluso de lo que más amaba humanamente. Tomó una nueva decisión: solicitó ser trasladado al monasterio de Santa Cruz de Coímbra, uno de los centros intelectuales y espirituales más importantes del Reino de Portugal. Allí, lejos de las presiones familiares, podría dedicarse enteramente a la búsqueda de Dios.

La mudanza fue también simbólica: dejaba atrás no sólo su hogar, sino todo vínculo que pudiera atarlo al pasado, y se adentraba más profundamente en la vida consagrada. En Coímbra, se entregó con pasión al estudio de la Sagrada Escritura, de los Padres de la Iglesia, de la liturgia y la teología. Su inteligencia brillaba, pero más aún su humildad. Era un joven sabio, pero nunca orgulloso. El conocimiento, para él, no era poder, sino servicio.

Y en el silencio de los claustros de Coímbra, el joven canónigo regular no podía imaginar que Dios lo llamaría, muy pronto, a una transformación aún más radical. Pero por ahora, bastaba con haber dado el primer gran sí: ese que, como una semilla enterrada en tierra buena, empezaba a germinar en la fidelidad cotidiana.

Fernando había dejado su casa. Pero había encontrado su camino.