
Antiguos biógrafos cuentan un episodio que tiene apariencia de leyenda. San Antonio de Padua, dicen, tuvo que dirigir la palabra durante el funeral de un usurero.
Habiendo tenido conocimiento por revelación particular de la condenación eterna del infeliz, quiso que la suerte trágica de este desgraciado sirviese por lo menos a los vivos.
Tras explicar con algunas palabras vehementes los peligros de la avaricia, concluyó su homilía con este texto del Evangelio:
“El mal rico murió y fue sepultado en el infierno”
(Lc 16, 22)
Como el auditorio se extrañó ante semejante audacia, añadió: “Este hombre colocó su corazón en sus tesoros.
Id a su caja fuerte, abridla; descubriréis allí su corazón, castigado por la justicia de Dios”.
Fueron al domicilio del muerto. La afirmación del Santo se encontró milagrosamente realizada: el corazón del difunto yacía en medio de su oro.