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Vida de san Antonio de Padua. Capítulo 08

Capítulo 8 – La voz que brotó del silencio

Tras el naufragio y su llegada a Sicilia, Antonio se incorporó con humildad al gran Capítulo General de la Orden Franciscana celebrado en Asís en mayo de 1221. Fue uno más entre miles de hermanos llegados de toda Europa. Allí se respiraba una fraternidad viva, carismática, aún joven. En medio de tantos rostros, Antonio pasó completamente desapercibido. No buscaba protagonismo, solo obedecer y servir.

Al término del capítulo, no fue asignado a una ciudad importante ni a una misión prestigiosa. Fue enviado a Montepaolo, un humilde eremitorio perdido en las colinas de la región de la Romagna. Allí vivían algunos hermanos dedicados a la oración, el trabajo manual y la penitencia. El lugar era pobre, el silencio denso, la vida sencilla.

Antonio aceptó aquella misión sin queja. Nadie conocía su formación, su sabiduría teológica, su dominio de la Escritura. Él tampoco lo mencionó. En Montepaolo encontró un espacio donde pudo curarse físicamente y ahondar espiritualmente. Durante muchos meses, vivió como un hermano más, barriendo, cocinando, recogiendo leña, orando en soledad. Los hermanos veían en él a un hombre de paz, humilde y siempre dispuesto a servir.

Pero Dios no lo había traído desde Lisboa y Marruecos para esconderlo para siempre.

Un día, en un monasterio cercano, se celebraba una ordenación sacerdotal. Se habían reunido muchos frailes franciscanos y dominicos. Llegado el momento de la homilía, se produjo un imprevisto: el predicador designado no se presentó. Los superiores se miraron entre sí sin saber a quién encomendar la tarea. Finalmente, y casi por casualidad, uno de ellos sugirió: “¿Por qué no le pedimos al hermano Antonio que diga unas palabras?”.

Antonio intentó excusarse. Dijo que no tenía nada preparado, que no era digno. Pero ante la insistencia, obedeció. Subió al púlpito con paso sereno, con los ojos bajos… y cuando comenzó a hablar, el Espíritu Santo se hizo presente con fuerza sorprendente.

Sus palabras eran claras, profundas, ardientes, llenas de verdad y ternura a la vez. Citaba las Escrituras con una naturalidad que asombraba, entrelazaba los Padres de la Iglesia con ejemplos sencillos, y lo hacía con una elocuencia que no venía de la retórica, sino de un corazón inflamado por Dios. Los oyentes quedaron atónitos. Nadie se esperaba semejante luz de aquel hermano silencioso que hasta entonces había sido solo “el cocinero”.

Desde ese día, todo cambió.

Los superiores comprendieron que habían descubierto un tesoro escondido. Antonio fue llamado a predicar en distintas regiones, a formar a los hermanos más jóvenes, a llevar la Palabra de Dios allí donde el corazón del pueblo lo necesitara. Su humildad, lejos de ocultarlo, había sido la puerta que Dios utilizó para revelarlo.

Montepaolo, aquel rincón olvidado, fue su desierto, su Nazaret. Allí creció el hombre nuevo. Y cuando Dios consideró que había madurado en el silencio, lo hizo hablar con fuego.

Porque el verdadero predicador no se forma en los libros, sino en la oración y en el anonimato. Y Antonio, que había soñado con evangelizar los confines del mundo, empezaba a hacerlo no desde África, sino desde el corazón de Italia, como testigo del Evangelio vivo, sencillo y profundo.