
Capítulo 7 – Cuando Dios cambia los planes
Antonio, el joven franciscano que había dejado todo por Cristo, partió rumbo a Marruecos con el ardor misionero encendido en el alma. Soñaba con anunciar el Evangelio entre los musulmanes, como lo habían hecho los cinco mártires cuyos cuerpos lo habían conmovido hasta lo más profundo. Su decisión era radical: vivir o morir por Cristo, sin medias tintas.
Acompañado por otros hermanos, atravesó el Mediterráneo confiado en la protección divina. Llegar a tierras africanas no era solo un desplazamiento geográfico: era una travesía interior, un abandono radical a la voluntad de Dios. Antonio estaba preparado para la pobreza extrema, la soledad cultural y el posible rechazo. Su fuerza no venía de su cuerpo, sino de su fe ardiente.
Sin embargo, una vez en Marruecos, ocurrió lo inesperado. No fueron las persecuciones ni las amenazas las que interrumpieron su misión, sino una grave enfermedad. Apenas había comenzado a adaptarse cuando su cuerpo se debilitó a tal punto que apenas podía sostenerse en pie. La fiebre lo consumía. El ardor del clima africano, las nuevas condiciones de vida, la fragilidad física… todo pareció conspirar contra su proyecto.
Antonio quedó postrado durante semanas. Cada día que pasaba, más evidente era que no podría predicar, ni servir, ni siquiera permanecer en aquella tierra. El hermano que había renunciado a todo por la misión se encontraba ahora en la total impotencia. Y sin embargo, ahí, en la oscuridad de su debilidad, empezó a madurar una nueva dimensión de su fe.
Comprendió que no basta con tener buenos deseos para servir a Dios: hay que aceptar también sus silencios, sus desvíos, sus sorpresas. La obediencia ya no era solo hacia los superiores o las reglas de la Orden; era obediencia al designio misterioso de Dios que, por caminos desconocidos, sigue llevando a sus elegidos donde Él quiere.
Los hermanos, al ver su estado, decidieron que debía volver a Portugal para recuperar la salud. Antonio, con el corazón roto, aceptó. Lo que parecía su gran misión se apagaba sin haber siquiera comenzado. Embarcó de regreso, resignado, llevando consigo no triunfos, sino una cruz silenciosa. Pero en medio del viaje de retorno, una tormenta sacudió la embarcación.
Los fuertes vientos desviaron el barco, que finalmente naufragó cerca de las costas de Sicilia, Italia. Nadie sabía quién era aquel fraile delgado, silencioso, con los ojos cansados pero llenos de paz. Desembarcó en una tierra desconocida, sin planes, sin pertenencias, sin rumbo. Lo que para muchos habría sido una desgracia, Antonio lo vivió como Providencia.
Era el año 1221, y en Italia se preparaba un gran capítulo general de los franciscanos en Asís, donde todos los hermanos de la Orden se reunirían con el mismísimo san Francisco de Asís. Antonio, débil aún pero lleno de esperanza, se unió silenciosamente a aquel gran encuentro. No conocía a nadie, nadie sabía quién era. Pasó desapercibido, como él mismo deseaba.
Aquel naufragio no fue un fracaso, sino el umbral de una nueva etapa en su vida. Dios le había cerrado la puerta de África, pero le abría de par en par las puertas de Europa. En la humildad de sus planes frustrados, Antonio se dejaba moldear por el Espíritu, como arcilla dócil en manos del alfarero.
Sin saberlo, estaba a punto de comenzar el periodo más fecundo de su vida. Porque Dios, cuando cambia los planes, no lo hace para quitarnos el camino, sino para conducirnos al verdadero destino.