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Vida de san Antonio de Padua. Capítulo 05

Capítulo 5 – En Coímbra, la Palabra se hace fuego

Instalado en el prestigioso monasterio de Santa Cruz de Coímbra, Fernando de Bulhões encontró el terreno fértil donde su alma pudo echar raíces profundas. Esta ciudad, que por entonces era la capital cultural e intelectual de Portugal, ofrecía a los canónigos regulares no sólo un espacio de oración y contemplación, sino también una formación sólida y rigurosa en teología, filosofía y Sagrada Escritura.

El joven Fernando —aún no conocido como Antonio— se sumergió con avidez en los libros de los Padres de la Iglesia, en los textos bíblicos que memorizaba con facilidad y en los tratados que explicaban los misterios de la fe. Pero no estudiaba por ambición académica: lo hacía para conocer mejor a Cristo y anunciarlo con verdad. A sus compañeros les impresionaba su lucidez, pero aún más su humildad. Nunca hablaba de lo que sabía, sino de lo que creía. Y eso hacía la diferencia.

La vida en el monasterio seguía el ritmo marcado por la liturgia de las horas, el trabajo intelectual y la vida comunitaria. En ese contexto, Fernando fue creciendo no solo en sabiduría, sino también en virtud. Su austeridad era radical, pero nunca rígida. Se decía de él que ayunaba con gozo, rezaba con fervor y servía con alegría. Muchos le buscaban ya como guía espiritual, aunque apenas pasaba los veinte años.

Pero algo más comenzó a inquietar su espíritu. Aquel joven monje que tanto amaba la Palabra comenzó a sentir que Dios le pedía más. No se trataba de abandonar lo que había vivido hasta entonces, sino de dar un paso más allá de los muros del monasterio, de cruzar una frontera espiritual. Fue entonces cuando la Providencia puso ante sus ojos una señal inesperada.

En el año 1220, llegaron a Coímbra los cuerpos de cinco frailes franciscanos martirizados en Marruecos, tras predicar el Evangelio a los musulmanes. Sus cuerpos fueron repatriados y depositados con gran honor en la iglesia de Santa Cruz. Fernando asistió conmovido a aquella ceremonia. Los cuerpos estaban desgarrados, pero sus rostros —según se decía— parecían en paz. Aquella imagen se clavó en lo más profundo de su alma. Lo que el estudio había despertado, el testimonio del martirio lo encendió como llama viva.

Aquellos frailes pobres, desconocidos, sin el respaldo de una orden poderosa ni de la sabiduría académica, habían entregado su vida por Cristo con radicalidad. Fernando comprendió entonces que el Evangelio no se estudia solo para ser comprendido: se vive para ser testimoniado, incluso hasta el derramamiento de sangre.

Fue ese el punto de inflexión. La vida de oración, el amor a la Escritura y la disciplina de los canónigos regulares ya no le bastaban. Su corazón ardía por anunciar a Cristo en la frontera, en lo incierto, en la pobreza radical, como aquellos mártires franciscanos. Y fue así como comenzó a considerar seriamente un cambio drástico: dejar la seguridad del monasterio agustiniano y entrar en la joven y austera Orden de los Hermanos Menores, fundada apenas hacía unos años por Francisco de Asís.

No era una decisión superficial. Fernando sabía lo que arriesgaba: dejar el prestigio de Santa Cruz por una vida de mendicante, salir de los claustros para abrazar el camino polvoriento de la predicación itinerante, cambiar el anonimato del monasterio por la radicalidad de la misión. Pero también sabía que ese era el camino al que Dios le llamaba.

Coímbra había sido su escuela. Pero ahora el Maestro le llamaba a la vida.