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El espíritu de la confesión

Vamos camino de la Pascua, cuando pasa Dios. Para que nos acoja a su paso, se aconseja confesar el amor que Dios tiene a todos los hombres. Me ama y me acepta tal como soy. Cuando nos confesamos, porque sentimos que Dios nos ama, aunque seamos imperfectos, somos capaces de amar también nosotros. Cuando alguien se confiesa pecador ama a todos y busca cómo mejorar la sociedad. Pobreza, de­presión, desnutrición infantil y el desempleo galopante son provocados por un pecado social del que todos, en alguna medida, somos culpables, porque de manera activa o pasiva contribuimos para que el mundo esté así. Y quien que se confiesa pecador lo siente tanto que necesita hacer algo para remediarlo.

Al confesarse reconoce que Dios hizo al hombre de la tierra y vuelve a sentir que es tierra, pero también reconoce que es materia en la que el Señor sopló el alma y creó un espíritu encarnado. Y confesándolo se reconcilia con su ser creado. Al aceptar su pasado, con sus triunfos y fracasos, vuelve a sentirse persona valiosa que quiere establecer la paz en el alma para volver a amar y a sonreír.

Confesarse es confesar que, por el bautismo, es miembro de la Iglesia en la que vive en comunión con los hombres, y que es en nombre de Cristo y por la Iglesia que él fundó, por lo que el sacerdote lo perdona. Confesarse es orar al Dios que nos salva, con esperanza antes de confesar­se, con humildad durante la confesión y con agradecimiento después de confesarse.

Lo que justifica es el amor, y una manifestación del amor es el arrepentimiento de haber pecado. Pero, ¿qué arrepentimiento? ¿De contrición, dolerse porque ha ofendido a Dios que es un Padre lleno de amor que nos da todo? ¿O es suficiente la atrición, dolerse por miedo al infierno o por perder el cielo? La Iglesia admite que basta el dolor de atrición. La Biblia habla del arrepentimiento como un cambio de mente y de voluntad. Arrepentirse no es tener remordimiento ni lamentarse, es cambiar totalmente la voluntad. Remordimiento es sentirse mal y atacarse uno mismo, como Judas, que se suicidó, mientras que arrepentimiento es sentirse mal y pedirle perdón al ofendido, como Pedro. De ahí que, cuando Jesús resucitó, el ángel dijo a las mujeres que anunciaran a los discípulos y expresamente a Pedro que había resucitado. Ejemplo de arrepentimiento se encuentra en Zaqueo que invitó a Jesús a su casa y le asegura: Señor, doy la mitad de mis bienes a los pobres y si he defraudado a alguien se lo devuelvo cuadruplicado.

Los penitentes, la comunidad

En la Iglesia primitiva el sacramento de la Penitencia se convirtió en la tabla de salvación para el bautizado que cometía los tres pecados que le separaban de Dios y de la Iglesia: apostasía, homicidio y adulterio. Pero solo se podía recibir una vez en la vida. Por ello, muchos posponían el bautismo hasta la hora de la muerte. El proceso penitencial equivalía a una excomunión que impedía al penitente acercarse a la Eucaristía. Desde el siglo V, el Jueves Santo el obispo absolvía al penitente que le había confesado los pecados el Miércoles de Ceniza. El obispo fijaba la penitencia adecuada a cada pecado, generalmente mortificación, ayunos, limosnas. El grupo de penitentes vivía un tiempo largo de renuncia al mundo, semejante al de los monjes más austeros. En algunos países llevaban un hábito especial o la cabeza rapada.

Poco a poco la Iglesia fue declarando que, a los tres famosos pecados, había que añadir los pecados de injusticia, calumnias, testimonios falsos y otros pecados graves que también separaban de Dios. Y en Irlanda los monjes delimitan qué cosa es pecado grave y qué es pecado leve, abriéndose paso la reconciliación de los pecados con penitencia privada ante un sacerdote que oía la confesión del penitente, le imponía una penitencia proporcionada a la gravedad de su culpa y le remitía a un nuevo encuentro para darle la absolución, una vez que hubiera cumplido la penitencia impuesta. A partir del año 1000 se generaliza la práctica de dar la absolución inmediatamente después de confesar los pecados, y las órdenes mendicantes intensifican la llamada a la conversión, fomentando la práctica de la confesión. En el siglo XVII san Vicente de Paúl intensificará en las misiones la confesión general de los pecados.

Puesto que la confesión y la absolución se realizan normalmente de forma privada, ha ido ganando terreno el sentido individualista en forma de un juicio. Sin embargo, desde mediados del s. II, ya aparece que la penitencia siempre es comprendida como un volver a integrarse en la comunidad de la Iglesia. Solo así se lograba la paz comunitaria. La comunidad es el Cuerpo de Cristo. Cuando un miembro se separa de Cristo, se separa de la comunidad y al reconciliarse con Dios vuelve a integrarse en la comunidad y acceder a la comunión eucarística. Cristo ha concedido a su cuerpo-comunidad que pueda redimir a cada miembro. La purificación del pecador es obra de toda la comunidad eclesial que, unida a Cristo, ofrece sus méritos y oraciones a favor de aquel que se somete al sacramento. La penitencia del pecador tiene un valor medicinal, ordenado a su corrección, y ejemplar, destinado a manifestar a la comunidad el valor de la confesión. San Agustín dice que el sacerdote obra en nombre de la Iglesia, que es la que “ata y desata” los pecados. Las palabras que Jesús dirigió a Pedro las dirige a toda la Iglesia.

P. Benito Martínez, CM