Usted está aquí

Vida de san Antonio de Padua. Capítulo 10

Capítulo 10 – El encuentro de dos llamas

En el corazón del movimiento franciscano, como una savia que unía a miles de hermanos repartidos por Europa, latía la figura de san Francisco de Asís. Para todos, Francisco no era simplemente el fundador de una orden: era un padre, un profeta, un espejo vivo de Cristo pobre y crucificado. Su palabra sencilla y radical seguía tocando corazones, y su ejemplo inspiraba a jóvenes y sabios por igual.

Antonio, desde su llegada a Italia y el descubrimiento de su don de predicar, había crecido rápidamente en estima dentro de la Orden. Sin embargo, no había tenido aún un contacto personal con Francisco, quien por entonces se encontraba retirado en oración, afectado por problemas de salud y cada vez más apartado de las cuestiones organizativas. Aun así, seguía profundamente atento a lo que sucedía entre sus hermanos.

Se cree que el encuentro entre ambos se produjo en algún momento entre 1222 y 1224, aunque no hay relatos detallados del momento. No hizo falta una gran escena, ni discursos. Francisco reconoció en Antonio un alma encendida del mismo fuego evangélico. No era común encontrar entre los hermanos alguien con tan profunda formación teológica y, al mismo tiempo, tan humilde, pobre y obediente.

La admiración fue mutua. Antonio, que había dejado todo por seguir a Cristo, encontró en Francisco una encarnación palpable de lo que él anhelaba vivir. A diferencia de otros predicadores, Francisco no se apoyaba en la elocuencia, sino en la vida misma: su silencio hablaba más que muchas palabras. Era el hermano menor, el “pobre de Dios”, el amigo de los leprosos y de las criaturas. Para Antonio, aquel hombre del Valle de Umbría era un reflejo de Jesús.

La historia nos ha legado una carta breve, pero profundamente significativa, escrita por Francisco a Antonio. En ella, le confía una tarea especial:

“Al hermano Antonio, mi obispo: Me place que enseñes teología a los hermanos, con tal que no apagues el espíritu de oración y devoción, tal como está escrito en la Regla.”
Carta de san Francisco a san Antonio

Estas pocas líneas resumen la confianza y la sabiduría de Francisco. Llama a Antonio “mi obispo”, reconociendo su autoridad espiritual, aunque Antonio nunca fue ordenado como tal. Le da permiso para enseñar teología —algo inusual en una orden mendicante que valoraba más la vida que el conocimiento—, pero con una condición clara: que la ciencia no apague el fuego de la oración.

Así nació una nueva faceta del ministerio de Antonio: formador de teólogos y predicadores franciscanos, con una visión profundamente bíblica, espiritual y pastoral. Fue asignado al estudio de Bolonia y luego a otras casas de formación. Su forma de enseñar no era seca ni académica. Hablaba desde la fe, desde la experiencia, desde la Palabra de Dios. Formaba predicadores que supieran tocar el corazón del pueblo.

La unión entre Antonio y Francisco fue la de dos carismas distintos pero complementarios. Francisco, el poeta del Evangelio, el místico del despojo. Antonio, el predicador de fuego, el maestro de la Palabra. Ambos, enamorados de Cristo pobre, ofrecieron a la Iglesia una forma nueva de vivir y anunciar el Reino: desde abajo, desde la humildad, desde la cercanía al pueblo.

Este capítulo de su vida consolidó en Antonio una certeza: no bastaba predicar bien. Había que formar a otros para que la llama del Evangelio no se apagara, sino que se multiplicara en cada pueblo, en cada rincón, en cada generación.

Y así, bajo la mirada de Francisco, Antonio comenzó a sembrar no solo conversiones inmediatas, sino raíces profundas para una Iglesia más evangélica, más pobre y más fraterna.