No vivimos en el mejor de los mundos, pero es el nuestro, el que siempre conocimos, el que, mal o bien, ayudamos a construir. A veces, nos sentimos cansados, insatisfechos, hastiados, melancólicos, abúlicos. 

El ser humano persigue, afanosamente, la perfección. En consecuencia, la vicisitud forma parte de su esencia. Remedando el poema de Rilke, "Lo que se encierra en la permanencia está ya petrificado..." la búsqueda del cambio es imprescindible para caminar hacia un mundo mejor.

Es éste uno de esos proyectos que a uno le rondan por la cabeza y nunca encuentra tiempo suficiente para abordarlos. 

Como decíamos en un artículo anterior, la historia de Armenia es triste y azarosa[1].

Dice el Génesis que, finalizado el diluvio, Noé plantó viñas en las laderas del monte Ararat[i]. Cuando las vides dieron sus frutos se embriagó con el vino cosechado. De uno de los descendientes de su hijo Sem, de la genealogía de Tareh, nació Abraham[ii], quien vivió en su patria, Ur, antes de partir hacia Harán y de allí a Egipto, de donde regresó a Canaán, a Mamre[iii].

Estamos asistiendo a una multitud de cambios sociales y económicos, que no cesan de producirse en nuestro entorno y que se cubren con una definición, común desde los años ochenta del pasado siglo, con el concepto Globalización. Hoy ya sustituido por el de Mundialización.

Si hubiera que buscar una definición para nuestra Sociedad, habría que decir que sus principales características son: