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«Ser monja de clausura supone entregar, cada día, la vida por amor»

Es miércoles, el último de mayo de 2021. El mes de la ternura, de la delicadeza, de la Madre de Dios. El reloj marca las 10:22 horas en La Cartuja de Santa María de Miraflores (Burgos). El monasterio de la Orden de los Cartujos respira esa paz habitada que solo entiende quien es capaz de vivir para Dios en la soledad del desierto. Huele a presencia, a calma anidada, a intimidad prendida de dos almas que se aman. En el eco, solo el canto acompasado de unos pájaros que, embelesados por este precioso lugar, no pueden esconder su alegría. De cerca, silencios mudos que cohíben el tenue movimiento de las manos. En el alma, el rumor acelerado del corazón. Y, de pronto, el leve suspiro de un andar sosegado que resucita de nuevo la vida…

«Yo quisiera ser digno de los llantos / que los hombres derraman en la historia; / quisiera que mis versos fueran noria / que achicasen las lágrimas de tantos. / Yo quisiera ser digno de los cantos / de cuna de las madres, de la euforia / del abrazo de amigos, de la gloria / del soñador inmune a desencantos. / Nunca más lloraré penas a solas, / nunca más solitaria mi alegría; / en mi ermita comulgo la utopía / de los hombres y sangres de amapolas. / Y en el amanecer de cada día, / pongo mi corazón de rompeolas». Fray Pedro María Iglesias recita, de memoria, el poema, mientras posa en mis pupilas cada letra derramada de su credo. Llega sigiloso, con la prudencia asida al tejido inmaculado de su hábito. Siento que, en su sombra, va cincelándose a sorbitos la Palabra. Tras el blanco de su vestidura, la capucha y su barba gris, apenas puede contemplarse el color de su mirada. Sin embargo, la mística que adorna su voz va sembrando tallos de luz entre la tierra recién mojada.

«El cartujo debería llegar a ser un políglota de silencios»

La Iglesia, en la solemnidad de la Santísima Trinidad, celebra la Jornada Pro Orantibus. Una mirada enamorada hacia la vida consagrada contemplativa: una historia de intimidad con Cristo y con el dolor humano en la que Uno y otro —el Señor que salva y el ser humano sediento de salvación— se miran y se encuentran cada día a través de la contemplación sagrada del rostro del Padre.

Y comienzo mi búsqueda de esta soledad habitada en La Cartuja de Miraflores, una tierra sagrada donde anida una comunidad de monjes cartujos. Aquí, el carisma de su fundador, san Bruno, sigue tan vivo y actual como en 1804 (año de su institución). Una vida escrita desde el desierto, la pobreza, la oración y la contemplación. En total abandono. Tan solo para Dios.

Fray Pedro nació en Cádiz hace 63 años y se consagró al amor de su vida el 6 de enero de 1983. Una fecha que lleva marcada a fuego en sus entrañas. 38 años viviendo en clausura, en el único sitio del mundo donde realmente cabía, en el corazón de Dios: «Hay palabras —el silencio es una— que empiezan ya a estar bastante contaminadas, y no de coronavirus, sino de mitificación. No es tanto el silencio tal cual, sino el corazón silencioso que lo posibilita y lo habita», me confiesa el prior, con un tono pausado que va haciendo en mí oración. «El cartujo debería llegar a ser un políglota de silencios. ¡Qué bonita vocación! Ser capaz de sintonizar con todos los silencios humanos; ser como una antena de silencios perdidos que, quizá, nunca llegaron a ser oración, encuentro, paz íntima».

«Nadie va al silencio por caminos de silencio»

El silencio es, a menudo, el lugar en el que Dios nos espera: para que logremos escucharle a Él, en vez de atender al ruido de nuestra propia voz. Así que le pregunto por la voz de Dios, por el timbre admirable de su cadencia… «Charly, hermano, ¿otro poema cartujano?», me responde, con cierto tono de humor, sabedor del idioma de los sueños. Allí no es necesario hablar mucho para entenderse a la perfección. Así que él mismo descifra la rima libre del verso… «Nadie va a una isla por caminos de tierra; / nadie va al silencio por caminos de silencio».

Caminamos sobre el despertar del mediodía, por el borde de las gotas de un rocío que, al sentir los pies del monje, se hace calma. Y, entre tanto, me pregunta: «¿Cuánto aporta una gota de rocío brillando en la mañana? ¿Y esa florecilla que nadie verá en un arcén? ¿Y esos soñadores y soñadoras que no llegaron a la orilla en su cayuco?». Porque su desprendimiento es callado, taciturno, silente. Es el Amor que le ha atraído al desierto. Entonces, fray Pedro, «la soledad de la celda, ¿duele o consuela?», le interpelo, poniendo la vista en su corazón contemplativo. «Sé de un padre maestro de monjes que les decía a sus novicios: “¿Estás seguro que has llegado a ser ermitaño porque tu soledad ya no te duele? ¿Estás verdaderamente seguro?”. Espero que nunca sea por eso», responde, confesándome que él no sería sin oración, porque la oración no se hace, te hace… «Orante no es el tatuaje que distingue al creyente, sino mi única posibilidad de ser. Y sé que, sin oración, sencillamente, no sería, no podría serme. Es mi modo de con-vivirme, ¡y de eso se trata! ¿Feliz? Nos hace felices la increíble libélula suspendida en el remanso, y ella nunca sabrá la felicidad que irradia su brevísima plenitud de vida…».

El agradecido «hasta pronto» y «te tendré presente» de fray Pedro me deja en el alma una sensación de gozo, de consuelo, de paz almada. Y, en su abrazo, me dona su bondad: un tránsito a la vida eterna de la mano de Cristo.

«El Señor me estaba esperando  crucificado para decirme que me amaba»

La vida contemplativa sufre cuando el mundo sufre, porque su apartarse del mundo para buscar a Dios es una de las formas más bellas de acercarse a él a través de Él.

Y si hay alguien que sabe de amar, aun con la sonrisa lleno de heridas, es la hermana Yudis Isabel de la Santa Cruz. Me recibe en el Monasterio de la Inmaculada Concepción, de Talavera la Real (Badajoz). Tiene 37 años y un corazón configurado como carmelita descalza desde hace diez. Su desbordante alegría inunda, por completo, cada rincón solitario del convento. Todas sus hermanas lo saben, y esa es la principal manera de amar de esta consagrada colombiana que custodia en el Amado el leve peregrinar de sus ojos rasgados… «A los 15 años, me enamoré de Jesús en la cruz. Yo vivía una etapa difícil del rebeldía, y el Señor me estaba esperando crucificado para decirme que me amaba. A mí, que nunca me había sentido amada por muchas situaciones en mi historia familiar…». Yudis se emociona, aunque el rastro que dejan sus lágrimas ya no sabe a dolor. «Había un sufrimiento en mi vida que yo no aceptaba, que le reclamaba a Dios, y fue el abandono de mi madre», reconoce. «Entonces, el Señor puso en mi corazón la reconciliación con ella, mi corazón se liberó y ese dolor en el que vivía crucificada fue redimido. Fue cuando nació en mí el querer responder a tanta misericordia…».

Decía san Juan de la Cruz en sus Coplas del alma que pena por ver a Dios que: «En mí yo no vivo ya, / y sin Dios vivir no puedo, / pues sin él y sin mí quedo, / este vivir ¿qué será? / Mil muertes se me hará, / pues mi misma vida espero / muriendo porque no muero». Por eso, diez años después de aquella llamada, aquella joven llena de sueños por ver a Dios acogió el sueño que el Padre había pensado para ella. «Dejé la carrera, los amigos, la familia, mi país, mis proyectos…, pero el amor solo con amor se puede pagar, y es lo que intento hacer en mi día a día, en pobreza, castidad y obediencia. Y, aunque no sea perfecta, Él acoge lo que soy. Y así vivo: en una noche de fe, y sé que es noche porque Él está presente. Yo vivo dejándome invadir por Él, pues soy su espacio y quiero que Él lo llene todo. Y eso supone una negación de mí misma, pero nunca en negativo, es un acto precioso de amor».

«Ser monja de clausura sería un infierno  si no fuera mi vocación»

El día a día de una monja de clausura, a pesar del sentir apesadumbrado de este mundo, es un acontecer colmado de amor. Y, como desprende la voz de Yudis, también de calvario. «Sufrir no es pasarlo mal, no es una cara triste, de angustia o de pesar… No, es hacer mío el dolor del otro, dejarme afectar por lo que vive el mundo, hacer mío lo que es de mi Esposo». Un amor y un sufrimiento infinitamente generosos que, en ocasiones, sobrepasan el entendimiento humano: «Durante este amar y sufrir buscamos la unión con nuestro Esposo», porque «nuestro corazón está herido por Él; y, por eso, cada tarea debe estar llena de silencio, para poder encontrarnos». Cuando uno ama a alguien, ama lo que él ama. Por eso, quien ama a Dios, se ama en Dios, que le ama como hijo. Así, la vocación contemplativa es ser el amado del Amado, estando siempre disponible para el otro y siendo, ante todo, humano: «Realmente es una obra divina vivir como monja. En las manos de Dios no es difícil, pero suéltate un instante y verás el caos que se forma (más veces interior que exterior)», confiesa la consagrada carmelita. «Y, desde luego, ser monja de clausura sería un infierno si no fuera mi vocación».

«La celda es nuestro cielo»

Conversamos sobre el lema que acompaña la jornada de este año: La vida contemplativa, cerca de Dios y del dolor del mundo. «Si no fuera posible acariciar, besar y cuidar las heridas del mundo, apaga y vámonos, que esto no sirve para nada», señala, «porque si no fuera así, seríamos infecundas». En este sentido, y con un alma que se abre sin condiciones, Yudis desata por entero su precioso latir: «Nosotras oramos por todo el sufrimiento. En las personas que están atendiendo tantas necesidades, ponemos nuestras manos para acariciar al que necesita ser consolado; en los labios de los que besan ponemos nuestros labios para decir “te quiero”, “te acompaño”, “estoy contigo”; y en quienes curan ponemos nuestros cuidados para que las heridas sanen desde lo más profundo».

Porque la oración no conoce fronteras, mi muros, ni horizontes. Como tampoco el silencio, donde la religiosa vive los momentos más especiales de su vida: «Me gusta estar en soledad al pie de un crucifijo, porque es allí donde veo su pleno amor. Con sus clavos y con su sangre me dice: “Te amo y seguiré dando mi vida por ti”. Son palabras que, cada día, se clavan en mi corazón y que, como ves, me resulta muy difícil contener las lágrimas ante tanta entrega y tanto amor». Yudis se emociona a cada instante, consciente de que tanta ofrenda sobrepasa cada resquicio de su alma…

Cuando a san Rafael Arnaiz le preguntaban por la libertad, señalaba que «se halla en el corazón del hombre que solo ama a Dios». Y, aprovechando la cita, poso en las manos de la religiosa la eterna pregunta… «¿Es posible ser libre dentro de un convento de clausura?». Ella sonríe de nuevo, y me explica el por qué de su alegría. Y de su destino. Y de su libertad. «Me veo y solo tengo unos hábitos, unas camisetas y unos zapatos, y son todos iguales. Entro a mi celda y solo la cama con un escritorio y un pequeño guardarropas, ¡y digo que tengo mucho! Me río porque con tan poco estoy tan feliz y me siento tan libre… La verdad es que la celda es nuestro cielo. Y yo daría esta vida y mil más por la obra de Dios. Y es que ser monja de clausura supone entregar, cada día, la vida por amor», concluye la consagrada carmelita, no sin antes cantarme, junto a sus hermanas, una maravillosa canción dedicada a santa Teresa de Jesús. Sin duda alguna, acariciando el corazón de estas religiosas, uno descubre al instante que, realmente, solo Dios basta…