
Capítulo 15 – Signos de amor: milagros en Padua
La santidad de san Antonio no se mide por la cantidad de prodigios que obró, sino por el amor que los inspiraba. Sin embargo, los milagros acompañaron su vida como un perfume que revela la presencia de Dios. En Padua, esos signos se multiplicaron de forma sorprendente. No eran exhibiciones de poder, sino gestos de misericordia. Antonio no buscaba el espectáculo, sino el alivio del sufrimiento, la conversión del corazón y la renovación de la fe.
1. El milagro del niño ahogado
Una de las historias más difundidas es la del niño pequeño que cayó en un estanque y se ahogó. Su madre, desconsolada, corrió al convento donde Antonio predicaba y, llorando, le pidió que intercediera ante Dios. Antonio, movido por la fe de aquella mujer, oró con intensidad. Al poco tiempo, el niño volvió a la vida, sano y sonriente. No hubo gritos ni alardes. Solo oración, fe y un silencio agradecido.
2. El corazón del avaro
En uno de sus sermones más incisivos, Antonio denunció la avaricia de un hombre rico que había muerto sin arrepentirse ni compartir sus bienes. Luego afirmó que aquel hombre no había muerto con el corazón en Dios, sino en su tesoro. Tiempo después, al abrir su tumba para comprobar lo que decían, descubrieron que el cadáver no tenía corazón. Según la leyenda, lo hallaron dentro de su cofre, entre sus monedas. Era un signo dramático, pero también una llamada radical a la conversión interior.
3. El pie amputado y restaurado
Un joven, arrepentido por haber golpeado a su madre, fue dominado por la desesperación al recordar la enseñanza de Antonio sobre el mandamiento de honrar a los padres. Llevado por la culpa, se cortó el pie como castigo. Cuando la noticia llegó a Antonio, este oró con lágrimas por el muchacho. Colocó el pie junto al cuerpo del joven, e inmediatamente el miembro volvió a unirse como si nunca hubiese sido cortado.
4. El milagro de la mula
Quizá uno de los más conocidos y simbólicos: un hombre hereje, que negaba la presencia real de Cristo en la Eucaristía, desafió a Antonio. Le dijo que haría que su mula se arrodillara ante el Santísimo solo si este era verdaderamente Dios. Antonio aceptó el reto. Durante tres días, la mula fue privada de alimento. En el momento acordado, mientras el hereje ofrecía heno en una mano, Antonio mostró la hostia consagrada. Entonces, la mula se arrodilló ante el Santísimo Sacramento, ignorando el alimento. El incrédulo cayó de rodillas, convencido de la verdad.
5. Las conversiones milagrosas
Muchos de los milagros de Antonio no tenían forma de prodigios físicos, sino que eran transformaciones interiores. Hombres endurecidos, jueces injustos, pecadores empedernidos, herejes intelectuales… bastaba que escucharan una sola homilía de Antonio para romper en llanto y cambiar de vida. Él mismo decía que el mayor milagro era el regreso del corazón humano a Dios.
6. Los sermones en múltiples lenguas
Se cuenta que, en una ocasión, Antonio predicó ante una multitud compuesta por personas de diversas lenguas. Aunque él hablaba en italiano, todos lo entendieron como si hablara en su propia lengua materna. Era el don de Pentecostés renovado, un signo de que el Espíritu Santo hablaba a través de él, haciendo que cada corazón entendiera el mensaje en el lenguaje del amor.
7. Visiones y bilocaciones
Testigos de diversas regiones aseguraron que Antonio había estado con ellos en momentos cruciales, mientras otros juraban que no había salido de Padua. La tradición recoge varios episodios de bilocación, sobre todo para asistir a personas moribundas o en peligro. En una ocasión, mientras predicaba en Padua, fue visto simultáneamente en Lisboa, consolando a su padre acusado injustamente.
Los milagros de san Antonio no lo colocan por encima de los demás, sino más cerca de los que sufren. Él mismo decía:
“Los milagros no son para glorificar al hombre, sino para mostrar la compasión de Dios.”
Y así fue. Cada prodigio era una respuesta al dolor humano: un hijo perdido, una madre angustiada, un joven desesperado, un pecador arrepentido. Antonio no buscaba ser famoso, sino consolar a los afligidos, liberar a los oprimidos y anunciar que Dios está vivo y actúa.
En Padua, los milagros no fueron espectáculo, sino sacramentos de misericordia. Y la ciudad, que lo había acogido como predicador, lo reconoció como profeta, amigo y santo. Desde entonces, su nombre quedó unido para siempre al consuelo, a la fe sencilla y a los pequeños prodigios del amor que todo lo transforma.