
Capítulo 2 – La familia Martins: nobleza y fe
Detrás de cada gran historia hay raíces silenciosas que nutren. En el caso de San Antonio de Padua, esas raíces fueron su familia. La historia de Fernando —tal era su nombre de bautismo— comienza no sólo en las calles de Lisboa, sino en el calor humano de un hogar marcado por la nobleza, la disciplina y una profunda vida cristiana.
Sus padres, Martín de Bulhões y Teresa Taveira, pertenecían a la pequeña nobleza portuguesa, con acceso a recursos, educación y prestigio social. El linaje de los Bulhões se distinguía por el servicio militar y administrativo al rey, y por una vida ordenada, respetada por sus vecinos. Pero más allá de sus títulos o posesiones, lo que dejó una huella indeleble en Fernando fue la fe sencilla y robusta que respiró en casa.
Teresa, su madre, era una mujer de oración constante y generosidad palpable. Su fe no era ostentosa, sino encarnada: se manifestaba en gestos cotidianos de caridad, en la devoción con que acudía a misa, en la forma paciente con que educaba a sus hijos. Se decía que nadie que llamara a su puerta por ayuda se iba con las manos vacías. Era el tipo de mujer que, sin saberlo, formaba santos.
Por su parte, Martín, su padre, era un hombre estricto, pero justo. Exigía disciplina y honor, valores fundamentales en la nobleza de aquel tiempo. Aunque sus deberes como caballero al servicio del rey le ocupaban buena parte del día, se preocupaba porque sus hijos —y especialmente Fernando— recibieran una formación seria, tanto en las letras como en la virtud.
La casa familiar se encontraba cerca de la catedral de Lisboa, en una zona que combinaba la vida urbana con el recogimiento religioso. Desde muy niño, Fernando veía pasar por las calles a los canónigos con sus hábitos, escuchaba los salmos entonados durante la liturgia, observaba las procesiones que marcaban el ritmo del calendario cristiano. Todo eso fue formando en él una sensibilidad especial, una atracción por las cosas de Dios que no era impuesta, sino natural.
Sus padres lo inscribieron pronto en la escuela catedralicia, donde aprendió a leer y escribir en latín, a conocer las Escrituras, a familiarizarse con los salmos y la teología básica. Lo que para otros niños era una carga, para él era una delicia. Memorizaba con facilidad, preguntaba con insistencia, reflexionaba con madurez. Ya entonces muchos lo veían como un joven distinto: reservado pero atento, callado pero profundo, humilde pero firme en sus convicciones.
En el hogar de los Bulhões no se hablaba de lujo, sino de deber. No se vivía para ostentar, sino para servir. Aquel ambiente familiar, sobrio pero afectuoso, cristiano sin afectación, fue el suelo fértil donde germinó la vocación de Antonio. Porque el amor comprometido que más tarde prodigaría a los pobres, a los pecadores y a los olvidados, lo aprendió primero en casa, viendo a su madre abrir la puerta al necesitado y a su padre actuar con rectitud ante los hombres.
Lisboa fue la cuna de su cuerpo, pero fue su familia quien custodió su alma en los primeros años. Le dieron lo que ningún libro podía ofrecerle: el testimonio de una vida coherente, el ejemplo silencioso de una fe vivida con verdad. A veces, cuando pensamos en los santos, olvidamos estas raíces escondidas. Pero sin ellas, Antonio no habría sido quien fue.
Y así, en medio de un hogar cristiano, entre la educación noble y el susurro de la gracia, comenzó a formarse el corazón de un joven que muy pronto lo dejaría todo por Cristo.