Usted está aquí

Vida de san Antonio de Padua. Capítulo 03

Capítulo 3 – Primeros pasos en la vida cristiana

El alma de un santo no nace completa: se va forjando poco a poco, al calor de la vida, de los encuentros, de la oración silenciosa y de las decisiones pequeñas que van modelando un corazón según el Evangelio. Así fue también con Fernando, el niño de Lisboa que, en su niñez y adolescencia, dio sus primeros pasos firmes en la vida cristiana.

Desde muy joven, su inclinación por las cosas de Dios no era un capricho pasajero, sino una pasión creciente. Mientras otros niños soñaban con el honor de las armas o la riqueza del comercio, Fernando deseaba el conocimiento de las Escrituras, la vida de los santos, la cercanía de Dios. No era retraído, pero sí profundamente interior. Quienes lo conocieron decían que su rostro tenía una luz especial cuando hablaba de Cristo.

La vida litúrgica de la catedral de Lisboa jugó un papel crucial en este despertar espiritual. Las celebraciones solemnes, los cánticos gregorianos, la proclamación del Evangelio, y el misterio de la Eucaristía se imprimieron con fuerza en su sensibilidad. Fernando aprendió a amar el altar desde niño. Cada misa no era una rutina, sino una oportunidad de encuentro con el misterio de Dios que se entrega en pan y vino. La fe, para él, no era un sistema de ideas, sino una experiencia viva, encarnada, real.

No es difícil imaginarlo como un adolescente que, después de la escuela, se quedaba en silencio en algún rincón del templo, mirando el crucifijo, dejando que el amor de Cristo penetrara su alma. Allí empezó a gestarse el predicador apasionado que más tarde conmovería multitudes: en la contemplación silenciosa del Crucificado, en las lágrimas que brotaban no del dolor, sino de la gratitud.

En esos años tempranos también comenzó a cultivar el amor por la Palabra de Dios, que más adelante lo convertiría en uno de los más grandes predicadores de la Edad Media. Con dedicación extraordinaria, memorizaba pasajes de los Evangelios, leía los comentarios de los Padres de la Iglesia y preguntaba sin cesar a sus maestros. La Sagrada Escritura se convirtió en su casa interior, en su alimento, en su horizonte.

La vida familiar seguía su curso, pero en el corazón de Fernando ya latía otro deseo: el de consagrarse totalmente al Señor. Aunque aún no sabía cómo, intuía que su vocación lo llevaría por caminos distintos a los que su entorno esperaba. La nobleza lo formaba para una carrera honorable y respetada. Él, en cambio, sentía que su vida debía tener un único dueño: Cristo.

Fue en esta etapa, siendo aún muy joven, cuando comenzó a considerar seriamente la posibilidad de abrazar la vida religiosa. Veía en ella no una huida del mundo, sino una forma de vivir con radicalidad el Evangelio. Deseaba una vida que tuviera a Dios por centro, a los hermanos por compañeros y al prójimo por misión. Lo que otros veían como renuncia, él lo percibía como plenitud.

Así, entre la oración, el estudio y la caridad cotidiana, Fernando fue descubriendo el gozo de vivir para Dios, no como una obligación impuesta desde fuera, sino como un fuego interior que lo atraía con dulzura y firmeza. Y aunque todavía faltaban algunos años para que su vocación tomara forma definitiva, los cimientos ya estaban echados.

El camino hacia la santidad había comenzado. Y no era un camino de prodigios ni de aplausos, sino uno de fidelidad diaria, de pequeños gestos, de una búsqueda sincera de la voluntad de Dios.

En Fernando, la gracia de Dios comenzaba a escribir una historia que aún hoy sigue iluminando al mundo.