
Los antiguos biógrafos –entre los cuales Juan Rigauld, cuya declaración posee un valor considerable– relatan cómo cierto día, discutía San Antonio con un hereje, que se negaba a admitir el misterio de transubstanciación (conversión del pan y el vino en el cuerpo y sangre de Jesucristo). Antonio acumulaba pruebas de la Sagradas Escrituras y de la Tradición, pero todos sus esfuerzos chocaban con la obstinación de aquél infeliz; en vista de ello decidió cambiar de táctica y le propuso una prueba:
— Usted tiene una mula que utiliza para montarla. Voy a presentarle una hostia consagrada; si se postra ante el Santísimo Sacramento, ¿admitirá la presencia real del Salvador en las especies eucarísticas?
— Sin duda, respondió el incrédulo, que esperaba poner en una situación embarazosa al apóstol con semejante apuesta.
Acordaron realizar la prueba tres días después, tiempo que aprovechó el hereje, para tener a la mula sin comer y garantizarse el éxito en la apuesta.
Antonio durante esos días se preparó redoblando sus oraciones y sacrificios. En el día y hora fijados nuestro santo salió de la Iglesia con la custodia en sus manos, para ir al encuentro del incrédulo, que venía del otro lado de la ciudad, sujetando a la hambrienta mula.
Una multitud considerable se agrupaba en la plaza, llena de curiosidad por presenciar espectáculo tan singular. Con una sonrisa en los labios, el dueño de la mula colocó, delante de la misma, un saco de avena, pero la mula, pese a llevar tres días sin comer, se desvió del alimento y se dirigió hacia Antonio, que sostenía la custodia, y dobló las patas ante el augusto Sacramento, para no levantarse hasta que recibió permiso del Santo.
El efecto que produjo el milagro en la multitud fue grandioso y el hereje mantuvo su palabra y se convirtió, lo mismo que varios de sus correligionarios, que abjuraron de sus errores.
En 1417, en la ciudad de Rímimi, se construyó una capilla destinada a conmemorar y recordar este acontecimiento.