
Capítulo 11 – Misión entre la luz y las sombras
Antonio no conocía el descanso. Apenas se apagaba el eco de sus sermones en una ciudad, ya lo esperaban en la siguiente. No eran tiempos fáciles: el norte de Italia y el sur de Francia vivían una profunda crisis espiritual. Las divisiones sociales, los abusos de poder, la pobreza creciente y la ignorancia religiosa formaban un caldo de cultivo ideal para la difusión de errores doctrinales. El alma del pueblo clamaba por una voz clara y profética.
La Orden Franciscana, viendo el fruto inmenso de su predicación, lo envió en misión por las regiones más afectadas por la herejía cátara, especialmente en la Provenza y el Languedoc francés, donde la influencia de esta secta era notable. Allí, muchos cristianos se habían alejado de los sacramentos, negaban la bondad del mundo material y despreciaban la autoridad de la Iglesia. Algunos incluso se habían vuelto hostiles a los predicadores católicos.
Antonio no fue con espada ni con condenas. Fue con la Palabra de Dios, la mansedumbre del Evangelio y una sabiduría que desarmaba. Sus sermones unían la fuerza del argumento teológico con la ternura del pastor. Hablaba como quien ha bebido largamente en la fuente del Amor. Nunca ridiculizaba a los herejes; más bien, intentaba comprenderlos y tocarlos en el corazón.
En una ciudad del sur de Francia, se cuenta que un grupo de herejes retó públicamente a Antonio. Querían desenmascararlo. Uno de ellos le propuso: “Demuestra que Cristo está realmente presente en la Eucaristía. Si logras que mi mula se arrodille ante la hostia, te creeré.” Antonio aceptó el reto. Durante tres días, el animal fue privado de alimento. Llegado el momento, el dueño puso delante de la mula una ración de heno, mientras Antonio sostenía la hostia consagrada. Ante la mirada de una multitud expectante, el animal ignoró el alimento y se inclinó ante la Eucaristía. Muchos se convirtieron ese día.
Más allá de lo prodigioso, lo que conmovía de Antonio era su cercanía con el pueblo. Entraba en las casas de los pobres, compartía sus penas, consolaba a los enfermos. A la vez, no temía denunciar los abusos de los poderosos, especialmente de los usureros y jueces corruptos. En uno de sus sermones llegó a decir: “Muchos hacen leyes para beneficio propio, no para justicia. Pero Dios pesa las intenciones, y su balanza no se compra con monedas.”
Las cárceles también fueron destino de su misión. Visitaba a los presos, intercedía por los condenados injustamente, y pedía clemencia a los jueces cuando veía arrepentimiento verdadero. A menudo lograba que se conmutaran penas de muerte o que se dieran nuevas oportunidades. Era un abogado de la misericordia, un defensor de los pequeños, un azote para la hipocresía.
Su paso por Francia dejó una huella honda. No fundaba conventos ni dejaba estructuras visibles. Pero encendía corazones. Muchos frailes jóvenes se sentían llamados a la predicación después de escucharlo. Se multiplicaban las confesiones, las reconciliaciones familiares, las restituciones de bienes robados. El Evangelio volvía a tener sabor a vida.
Antonio, sin embargo, no se dejaba atrapar por el éxito. Después de cada misión, buscaba un tiempo de silencio y retiro. Subía a una ermita, se retiraba al bosque, y allí oraba largo, como si necesitara recargar el alma para seguir ardiendo. Nunca predicaba desde el cansancio, sino desde la fuente.
Sus viajes lo fueron llevando también por regiones de Toscana, Emilia y Lombardía. A veces iba solo, otras veces acompañado por algún hermano. Caminaba bajo la lluvia, dormía sobre piedras, sufría el frío. Pero nunca se detenía. Como dice una antigua crónica: “Parecía que el fuego lo impulsaba desde dentro, como si su alma no pudiera quedarse quieta mientras un solo corazón no conociera a Cristo.”
Este capítulo de su vida muestra a Antonio como predicador universal, testigo valiente y misionero sin fronteras, no con la espada de la imposición, sino con la lámpara de la verdad y la caridad. Allí donde había oscuridad, él encendía luz. Donde reinaba el odio, sembraba perdón. Donde se negaba la fe, él ofrecía razones para creer.
Y así, paso a paso, ciudad por ciudad, la Buena Noticia volvía a resonar en tierra herida.