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Alberto y sus mentiras

Cuando en las frías mañanas de invierno Alberto se quedaba en la cama un rato más, disfrutando del calor de sus suaves mantas, de la calefacción, para luego tener que apresurarse sin cesar hasta llegar al trabajo con media hora de retraso, planeaba una mentira para quedar bien ante su jefe más inmediato en el despacho. Cuando, en verano, gozaba de una tranquila siesta después de la comida y consumía el rato que debería haber aprovechado para regresar a su oficina, al llegar a ésta un cuarto de hora más tarde… inventaba otra mentira. Era convincente en sus explicaciones, parecía sincero en sus excusas y sus compañeros le creían, aunque de seguir siempre así, hubiera llegado el momento de las dudas... sin embargo, parecía tan formal. A Alberto, según él, le ocurrían todas las cosas raras que le pueden suceder a un hombre, especialmente a la hora de comenzar su jornada laboral. Era una lástima que así malograse su actividad diaria.

Porque nunca había pensado que el trabajo es hermoso, que el día despierta con la luz del alba lleno de posibilidades en cada quehacer personal, que la pereza es la madre de todos los vicios y que la mentira, una mentira rebuscada y a la que se estaba acostumbrando, acabaría por convertirse en un hombre totalmente falto de rectitud, de intención, que podía llegar a engañarse incluso a sí mismo. Bien se lo decía su mujer, Cristina, que, diligente y trabajadora, se levantaba siempre muy temprano dispuesta a poner su casa en orden, preparar el desayuno de su marido y de sus hijos. Pero Alberto, débil de voluntad, continuaba incurriendo en tales fallos.

Problemas de puntualidad

Aquella mañana Alberto se acercó muy preocupado a la puerta de su oficina. Su retraso era más considerable que nunca. Sonaban justamente las diez en el reloj del edificio de oficinas. Una hora entera más tarde de la fijada para comenzar su trabajo. Tenía que inventar algo fuerte, algo que convenciese. El jefe de sección, José, que era un hombre serio y muy consciente de sus deberes, estaba muy molesto. Comenzaba a dudar de la veracidad de tantas cosas como le sucedían a Alberto Morales últimamente.

Alberto se aproximó a él, fingiendo expresión de gran preocupación y hasta de angustia. ¿A ver qué nueva cosa le había sucedido para llegar tan tarde?

-Verá, -explicaba Alberto- había salido de mi casa y a los diez minutos ha sido  cuando mi esposa me ha llamado al móvil, muy nerviosa, diciéndome que mi hijo Luis estaba empezando a temblar y a poner los ojos en blanco, parecía que sufría un ataque epiléptico. Creíamos que se moría. Hemos llamado rápidamente a urgencias. No se puede imaginar el rato que hemos pasado y como es normal, no podía dejar a mi hijo así…

-Bueno, -dijo su jefe- siendo así, no se preocupe Alberto. Espero que su hijo se recupere pronto.

¿Mentiras piadosas?

Alberto, para sus adentros, sonreía. Había embaucado al jefe quedando bien. Suspiró y comenzó su trabajo. Estaba mucho más cansado que si hubiera madrugado, alegre y en paz, para integrarse al trabajo diario. Con su mentiras, con su pequeña tensión nerviosa, había gastado mucha más energía, a pesar de su rato de propina en la cama…

Cuando llegó a su casa por la tarde, Alberto vio la alarma retratada en el rostro angustiado de Cristina, se respiraba un aire denso, cargado de tensiones y de miedos.

-   ¿Ha ocurrido algo Cris?

-  Sí, el niño. He pasado un susto tremendo. Y todavía no estoy tranquila. Ha estado muy mal. Apenas te fuiste, sufrió un ataque, con temblores. Llamé a urgencias, que por suerte llegó en tres minutos. Lo han conseguido controlar, lo han sedado. Ahora está en su habitación.

Alberto sintió un nudo de angustia en su garganta, en su corazón, en todo su ser. ¡Dios mío, que no le pase nada! –rogaba en su interior.

El niño estaba en la cama, casi inconsciente por efectos de los tranquilizantes. Alberto le miró con remordimientos… se prometió no mentir nunca más. Andar con la verdad por la vida. Aquello le parecía un aviso, una llamada al orden…

Pocos días después, el niño estaba repuesto de su pasajero mal y Alberto había vencido de un empujón decisivo su pereza y su costumbre de mentir.

Aquella mentira que vio convertida en realidad le había hecho reaccionar como un “alerta”, mandado por el Cielo.