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Triunfo de la humildad y abandono a la voluntad de Dios

Ese “azar” del destino le lleva a asistir al capítulo general, convocado en esos días por el santo de Asís para dar forma al creciente movimiento franciscano. En aquel capítulo de 1221 al que Antonio asiste, ninguno de los tres mil religiosos presentes en la asamblea lo conoce; nadie le da el justo valor. Mientras provinciales y superiores locales disputan en torno a temas brillantes, nadie pide la opinión de este hermano humilde y silencioso que, recién recuperado de una grave enfermedad, parece disfrutar de poca salud. ¿Quién se responsabilizaría de buena voluntad de un joven tan insignificante y abatido? Los emprendimientos apostólicos reclaman un temperamento más robusto: ¿qué tarea se le podría encomendar?

Antonio había recibido, sin embargo, en grado eminentísimo, los dones que hacen poderosos a los apóstoles del Señor. Si la Orden franciscana tenía entonces almas de elite en abundancia, todavía le faltaban sabios; Dios le enviaba en la persona de este religioso portugués una luz resplandeciente, pero la Orden no se daba cuenta, velada como estaba en ese momento bajo apariencias bastante insignificantes.

¿Qué va a hacer el Santo? ¿Tendrá que ponerse en destaque? Le sería fácil mostrar la ciencia y los méritos. Tendrían incluso un excelente pretexto para actuar así: ¿acaso la gloria de Dios no exige que aprovechemos los talentos recibidos? Pero Antonio prefiere

guardar silencio; entrega al Padre celestial el cuidado de conducirlo a su merced. Más vale, piensa él con razón, una situación apagada pero deseada por Dios, que un apostolado brillante fuera del plan providencial.

Partirá, por tanto, desconocido y alegre, a sepultarse en una pequeña ermita olvidada en la montaña. Allí vivirá tranquilamente la existencia humilde que el Señor le preparó. Allí esconderá su amplia erudición y elocuencia de fuego hasta el día en que el propio Dios descubra ante el mundo atónito ese tesoro escondido.

¿No es este el triunfo del abandono y, por tanto, del amor?

Un acontecimiento imprevisto interrumpió bruscamente esta existencia de recogimiento y humildad. El Santo tuvo que acompañar a algunos religiosos de Montepaulo que iban a Florlivio a recibir la ordenación sacerdotal. En el convento de esta ciudad se encontró con jóvenes dominicos que venían también a tomar parte en la próxima ordenación y que los frailes menores albergaban fraternalmente.

Resulta que un día el superior pidió a los predicadores dominicos que dirigieran algunas palabras de exhortación a los que iban a ser ordenados. Pero ellos se excusaron alegando falta de preparación. Entonces, el superior se giró hacia Antonio y le ordenó hacer uso de la palabra y decir simplemente lo que Dios le inspirase.

El Santo obedeció. Comenzó en un tono modesto. Poco a poco su voz se tornó más vibrante; los textos de la Sagrada Escritura brotaban de sus labios con maravillosa abundancia; el fuego divino, que ardía en su corazón, inflamaba su discurso. El orador se dejaba conducir al soplo de su elocuencia y los oyentes lo seguían conmovidos y maravillados.

Fue una revelación para la familia seráfica. Este fray Antonio, que todos consideraban un ignorante, ¡era verdaderamente un maestro incomparable! No se sabía qué admirar más en él: si la erudición tan amplia y segura, o la humildad prodigiosa con la que había escondido durante tanto tiempo estos inestimables tesoros.

El provincial de Romania y el propio Patriarca de Asís fueron avisados sin demora. Desde entonces, el Santo pasó a dedicarse enteramente a la predicación.

Nueve años más tarde, cuando la muerte vino a cogerle, agotado por el ardor de la caridad y por las fatigas de su ministerio, habrá convertido millares de almas. Para que su acción tuviera éxito, había sido necesario el silencio, la humillación, la oración: en estas virtudes escondidas, y solamente en ellas, está el secreto del apostolado verdadero y fecundo.

(Extraido del libro San Antonio de Padua. P.

Thomas de Saint-Laurent. Editado por El Pan

de los Pobres, 2005, Bilbao.)