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A su encuentro

El ser humano ha ido progresando, y mucho, con el paso de los años. Hemos incorporado un sinfín de lecciones gracias a las experiencias y el legado de nuestros antepasados.

Pero al mismo tiempo tendemos a olvidar cosas que comprendimos y aprendimos hace tiempo, como si nuestra condición humana padeciera de repentinos lapsus mentales. O como si las razones que llevaron a tal o cual persona al error no fueran a afectarnos de la

misma manera a nosotros.

Estoy casi seguro de que todos los que leen esta revista han experimentado en algún momento de sus vidas la fascinación real y profunda por la Eucaristía. Es un milagro realmente maravilloso: que Dios Hijo, sin que nadie se lo pidiera, se decidiera a quedarse

con nosotros de una forma palpable. De algún modo, simple hasta decir basta, porque ya me dirán ustedes si hay algo aparentemente menos elaborado que ese pedazo de harina de trigo.

Un motivo quizá por el que devaluamos la Eucaristía es que la tenemos por docenas en pocos kilómetros a la redonda. Supongo que por eso Dios lo quiso así: Le tenemos tan cerca… ¡y al mismo tiempo tan lejos! Y es que, si bien levantarse un domingo puede dar

mucha pereza, lo cierto es que la misa dominical conlleva un puñado de minutos. No supone un sacrificio muy grande considerando los enormes beneficios que supone recibir el Cuerpo de Cristo.

Alimento espiritual.

Así se define, como alimento espiritual, a un sacramento que al que no deberíamos acostumbrarnos nunca y que no tendríamos que dar por sentado alegremente. Por algo fue una de las últimas cosas que nos dejó Jesucristo antes de su Crucifixión, cuando cada

minuto contaba y estaba medido al milímetro.

El ejemplo de San Tarcisio

Hay un sinnúmero de historias ejemplares en la Iglesia que muestran el enorme respeto

y agradecimiento que debería merecernos la Santa Eucaristía.

Una de ellas la protagoniza san Tarsicio, un joven de finales del siglo III en la Roma pagana del emperador Valeriano. Tarsicio ejercía de ayudante de los sacerdotes. El libro oficial de las Vidas de Santos de la Iglesia (el Martirilogio Romano) cuenta así la muerte de aquel muchacho: “En Roma, en la Vía Apia fue martirizado Tarcisio, acólito. Los paganos lo encontraron cuando transportaba el Sacramento del Cuerpo de Cristo y le preguntaron qué llevaba. Tarcisio quería cumplir aquello que dijo Jesús: “No arrojen las perlas a los cerdos”, y se negó a responder. Los paganos lo apalearon y apedrearon hasta que exhaló el último suspiro, pero no pudieron quitarle el Sacramento de Cristo. Los cristianos recogieron el cuerpo de Tarcisio y le dieron honrosa sepultura en el Cementerio

de Calixto”.

Allí, en las catacumbas romanas de hace 1800 años, esperaba Jesús a Tarcisio y el resto de cristianos; y aquí, en 2022, nos espera Jesús a ti y a mí en cualquier iglesia de cualquier lugar.