Y llegó diciembre. Toca cerrar este año fatídico que tan imprevisiblemente nos trastocó los planes a todos, y podemos hacerlo de dos maneras:

Al final, muchas de las preocupaciones que anidan en nuestra mente y en nuestro corazón no son más que el fruto de una falta de perspectiva.

Como cristianos bautizados, ya lo recordé en la colaboración anterior, estamos llamados al servicio. Si hay algo que nos define como Iglesia es esa vocación a ayudar

Si me preguntaran qué define al buen cristiano, cuál debería ser su característica fundamental, diría que servir a los demás.

Rezar no es sólo pedir, sino, sino, sobre todo, reparar en que no nos bastamos a nosotros mismos. Es una puerta a la humildad y a la admiración.

No es el propósito de este artículo criticar o elogiar las medidas adoptadas por el gobierno español frente a la brutal epidemia del Covid-19, que tantos estragos ha causado y está causando en el mundo entero, porque no considero que esta sección deba politizarse. 

Mientras escribo estas líneas estamos atravesando una crisis mayúscula. Y no sólo en España, sino en el mundo entero. Hablo del coronavirus, esa pandemia que empezó en China hace unos meses, ninguneada por la mayoría de países, como casi todas las epidemias, y que con el paso de las semanas se ha convertido en una funesta pesadilla, en una tragedia de proporciones gigantescas.