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Predicador incansable

El éxito de su predicación fue inmenso. En Francia como en Italia, verdaderas multitudes invadían las iglesias en donde el Santo hablaba. Era tal, a veces, la afluencia de fieles que las mayores catedrales no eran suficientes para contener tanta gente. Antonio renunciaba, entonces, a subir al púlpito; daba su sermón al aire libre sobre cualquier improvisado estrado. Cuentan los biógrafos que le ocurrió tener que dirigir la palabra a cerca de treinta mil personas.

Si se encontraba de paso en alguna ciudad, el pueblo acudía de los alrededores y hasta de regiones distantes para escucharle. Muchos iban a coger un lugar varias horas antes de la ceremonia.

Los pormenores que los contemporáneos nos dejaron sobre su última cuaresma son extremamente sugestivos. Antonio resolvió predicar sucesivamente en cada una de las iglesias de Padua; rápidamente tuvo que modificar el proyecto e instalar una tribuna en un espacioso prado, a fin de satisfacer la piadosa avidez de la multitud. Toda la ciudad asistía a sus predicaciones; se destacaba en la primera fila el venerable obispo Jacopo Corrado, rodeado de su clero. Los comerciantes cerraban las tiendas para no perderse la predicación. Las señoras de la alta sociedad, habitualmente poco matinales, llegaban antes de clarear al lugar de la reunión, cuando el Santo hablaba por la mañana; tenían el cuidado, señalan los biógrafos, de cambiar sus lujosos vestidos por ropas más austeras.

Fascinacion misteriosa

Cuando el orador aparecía, se creaba un profundo silencio. Inmóvil, mudo, el inmenso auditorio concentraba en el Santo la atención y la mirada; se diría que Antonio ejercía sobre él una secreta fascinación.

Acabado el sermón, la multitud se lanzaba sobre el predicador y traducía su entusiasmo en manifestaciones a veces indiscretas. Querían verlo de cerca, besar sus manos, recibir su bendición. Las mujeres se proveían de tijeras y cortaban con disimulo pedazos de su túnica para conservarlos como reliquias. A pesar de lo que repugnaba a su humildad, el Santo terminó por aceptar una verdadera escolta de hombres robustos para protegerse. La elocuencia de San Antonio producía otros frutos que no eran estas aclamaciones pasajeras; se operaban numerosas conversiones. Los enemigos se reconciliaban; los ladrones y los usureros restituían los bienes mal adquiridos. Los pecadores buscaban en el sacramento de la penitencia el perdón de sus faltas; venían tantos que Antonio tuvo que llamar a varios sacerdotes para ayudar en este ministerio. Y eso que él, atendía en confesión desde la mañana a la noche, sin un momento de descanso, sin tomar siquiera alimento alguno. Cuando se dedicaba así a la salvación de las almas, ya sufría la enfermedad que debía quitarle la vida algunos meses después.

Un fraile menor, que llegó a obispo de Tréguier en 1317, Juan Rigauld, cuenta que se encontró con un antiguo penitente del Santo. Este hombre, entonces ya de avanzada edad, habiendo pertenecido en su juventud a una cuadrilla de salteadores, se convirtió junto con sus cómplices, por los sermones de Antonio. El bienaventurado misionero había reconciliado con Dios a esos miserables; les había predicho un fin trágico si recayesen en el crimen y la felicidad eterna si perseverasen en el bien. La profecía se realizó: varios de ellos volvieron a la vida criminal y murieron en los suplicios. En cuanto al viejo, seguía fielmente los consejos recibidos y esperaba en paz la felicidad sin fin, que le había prometido el glorioso apóstol de Padua.

Prodigioso éxito

¿Cómo explicar tan prodigioso éxito? Por el brillo del talento y el prestigio de la santidad, pero sobre todo por la atmósfera maravillosa en la cuál se movía Antonio. Las multitudes lo veneraban como taumaturgo; y de hecho realizaba numerosos milagros de incontestable autenticidad.

Hasta sus discursos se veían acompañados, en más de una ocasión, por fenómenos prodigiosos, que marcaban su predicación con el sello divino. En los alrededores de Puy, su voz se escucha cierto día a varios kilómetros de distancia, consolando a una infeliz que la brutalidad del marido había impedido de asistir al sermón. En Limoges, hablando en un antiguo anfiteatro romano, se desata una tempestad, rugen los truenos: el Santo consigue contener al auditorio que estaba a punto de dispersarse, y nadie se moja, mientras que alrededor del anfiteatro la lluvia cae torrencialmente. En otra ocasión, anuncia, al comenzar el sermón, que el demonio intentará dificultar la reunión, pero que no conseguirá provocar graves accidentes: algunos minutos después, el estrado, desde el que hablaba el orador, se derrumba estrepitosamente; Antonio sale sano y salvo de los escombros.

(Extraido del libro San Antonio de Padua. P.

Thomas de Saint-Laurent. Editado por El Pan de los Pobres 2005 Bilbao)

de los Pobres, 2005, Bilbao.)