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María, modelo de virtudes

En María resalta la posesión de todas las virtudes en el más alto grado, constituyéndose en verdadero modelo. La sede en que conserva y hace crecer todo ese magnífico conjunto es su Corazón virginal, tesoro de todas las virtudes. No podemos evitar traer la cita entera de una lista larga y completa que Pío XII ofrece con respecto a las virtudes marianas: “la delicadeza de su Corazón Inmaculado, el recogimiento y el espíritu de oración del que habla el Evangelio cuando recuerda por dos veces que Ella conservaba en su Corazón el recuerdo de las gracias de Dios y de las acciones del Niño Dios (Lc 2,19.51); el amor de Dios, que resplandece en el Magnificat; el amor de los demás; de todos los demás; de sus parientes, de sus amigos, de todos los hombres; esa caridad incomparable que la hizo volar al servicio de su prima Isabel cuando conoció su próxima maternidad; que la hizo compadecerse del apuro de los esposos cuando el vino empezó a faltar en las bodas de Caná; que la unió de forma tan dolorosa y profunda a los sufrimientos de su divino Hijo por la Salvación del género humano. Sí, la Santísima Virgen, cuya condición fue tan humilde, de la que el Evangelio nos narra tan pocas cosas, cuyo silencio llenó casi toda la vida, vio a Dios realizar en Ella las más grandes cosas sin perder esa encantadora modestia que llena de admiración. He ahí porqué es el Modelo de todos los cristianos. Con el Salvador permaneció oculta en Nazaret, unida a Él en la dulzura y la humildad, en el cumplimiento del deber de cada día y de los trabajos domésticos, en la paciencia y en la oración. No se sabía de Ella ningún milagro, ninguna acción extraordinaria, pero amó a Dios con todo su Corazón, con toda su alma, con todo su espíritu y con toda su fuerza. Ahí está el primer mandamiento. Y amó también al prójimo como a Sí misma. «Ningún mandamiento hay mayor que éste» (Mc 12,30-31)”. (Radiomensaje Au moment, a los peregrinos de Santa Ana de Auray, Bretaña, 26-VII-1954, n. 3).

Las virtudes teologales en María

Desde luego, cabe fijarse primero en el modo en que sobresalen las virtudes teologales: la fe, la esperanza y la caridad. En María, su fe le hace juzgar y razonar según Dios, entregarse de forma absoluta a Él y unirse de forma perfecta con Jesús. Su esperanza se manifestó especialmente en la Cruz, donde soportó con ánimo esforzado y confiado sus inmensos dolores, estuvo asociada a la obra de su Hijo y prodigó al Cuerpo Místico de Cristo el mismo cuidado materno que tuvo hacia su Cabeza. Por otra parte, también el Magnificat es un cántico de alegría y de confianza invencible en la potencia divina.

En cuanto a la caridad para con Dios en la Virgen María, se puede afirmar que su alma estaba saturada de ella y que nunca ha dejado de arder en amor de Dios. Por lo que se refiere a su caridad fraternal, se hizo claramente manifiesta en episodios como la Visitación, en su vida en Nazaret y en las bodas de Caná: en Nazaret, por ejemplo, la demostró en los cuidados dispensados a San José y, sobre todo, a Jesús, así como en su afabilidad con todos los que llegaban a aquella pobre casa. En realidad, su amor al Niño Jesús era también amor a la Iglesia naciente, algo que se plasmó más tarde al pie de la Cruz.

Precisamente allí, en el Calvario, la caridad de María alcanzó su punto culminante uniéndose a los sufrimientos de su Hijo Crucificado, y en eso se pudo ver que le amó más que Pedro, motivo por el que Cristo le confió como hijos a todos los hombres, de manera similar a lo que haría luego con el propio Pedro cuando le constituyera de forma definitiva en Padre común y universal y Pastor terreno. Este amor al pie de la Cruz hacia su Hijo divino y hacia los hijos que Él le confió allí, es el que la constituye plenamente como Madre de misericordia y Madre espiritual. Además, la llena de una bondad inagotable, de una compasión casi infinita, y su alma es afectuosísima, según dice San Bernardo