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Las persecuciones y los mártires

Las persecucions y los mártires

La fe cristiana tenía que pasar por durísimas pruebas para que se viese manifiestamente que venía de Dios y que sólo Dios la sustentaba. En los tres primeros de su existencia, a saber: en el transcurso de trescientos años, muchas y terribles persecuciones se levantaron contra los discípulos de Jesucristo por orden de los emperadores romanos.

No era continua la guerra suscitada contra los cristianos, pero tras cortos intervalos recrudecía, y entonces los requerían para que diesen razón de su fe; los constreñían a ofrecer incienso a los ídolos, y si se negaban a ello, los sujetaban a todo linaje de infamias, penas y tormentos que la humana malicia podía inventar, y hasta a la misma muerte.

Ellos no daban motivo de enojo a sus enemigos; se reunían para sus devociones y para asistir al divino Sacrificio comúnmente en lugares subterráneos, oscuros y solitarios que aún existen en Roma y en otras partes, las catacumbas. Pero no por esto evitaban los peligros de muerte. Un número incontable de ellos dio testimonio, con el derramamiento de su sangre, de la fe de Jesucristo, por cuya confirmación habían muerto los Apóstoles y sus imitadores. Por esto se llaman mártires, que quiere decir testigos.

La Iglesia reconocía estas preciosas víctimas de la fe, recogía sus cadáveres, les daba honrosa sepultura y los admitía al honor de los altares.

Constantino y la paz de la Iglesia

La Iglesia no gozó de paz sólida hasta el advenimiento del emperador Constantino quien, vencedor de sus enemigos y favorecido y alentado por una visión celestial, publicó edictos de tolerancia, dejando a sus súbditos plena libertad de abrazar y seguir la Religión Cristiana. Los cristianos volvían a entrar en posesión de los bienes que les habían sido confiscados.

Nadie podía inquietarlos por razón de su fe, ni debían ser en adelante excluidos de los cargos y empleos del Estado. Podían levantar iglesias y, a veces, el mismo emperador costeaba la fábrica de ellas.

Desde entonces todos los Confesores de la fe que estaban en las cárceles salieron, los cristianos empezaron a celebrar en público sus reuniones y los mismos gentiles se sentían atraídos a glorificar al verdadero Dios.

Constantino, después de haber derrotado a su postrer competidor, quedó dueño del mundo romano y la Cruz de Cristo comenzó a ondear resplandeciente en las banderas del Imperio.

Imperio Oriental y Occidental

Guiado por la Divina Providencia, dividió Constantino su imperio en Oriental y Occidental, haciendo de Bizancio, sobre el Bósforo, una nueva capital que hermoseó y llamó Constantinopla.

Cisma

Esta Metrópoli vino a ser bien pronto una nueva Roma por la autoridad imperial que en ella residía.

Entonces, el espíritu de orgullo y novelería se apoderó de algunos eclesiásticos, constituidos allí en alga dignidad, los cuales ambicionaban el primado del Papa y de toda la Iglesia de Jesucristo. De ahí surgieron gravísimos conflictos que duraron varios siglos y por último el desastroso Cisma que separó el Oriente del Occidente, substrayéndose, en gran parte, de la divina autoridad del Pontífice Romano, que es el sucesor de San Pedro y el único Vicario de Jesucristo en la Tierra.