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La muerte como efecto del pecado original

La muerte ha entrado en el mundo como un efecto del pecado original. Pero, he aquí la sobreabundancia de la bondad divina: “Dios otorgó tal gracia a la fe, que la muerte, quetan contraria es a la vida, se ha convertido en un medio de pasar a la vida” (De civ. Dei, XIII, 4), porque el justo que muere santamente nada teme ante ese trance e incluso lo anhela para poder gozar eternamente de Dios. “Por eso se puede decir que la primera muerte del cuerpo es buena para los buenos y mala para los malos; pero la segunda, como no es propia de ningún bueno, no puede ser buena para nadie” (De civ. Dei, XIII, 2).

Dignidad del cuerpo y del hombre completo

Como se observa, este planteamiento de San Agustín es muy distinto del platónico: en la visión cristiana no existe un menosprecio absoluto del cuerpo, sino un desprendimiento relativo de él. No se le considera un elemento negativo que aprisiona tiránicamente al alma, sino un componente bueno que está llamado a ser resucitado y a compartir el gozo eterno. En el estado presente, ciertamente, el cuerpo está herido por los efectos del pecado original, como lo está también el alma, y eso genera unos desequilibrios que, con la ayuda de la gracia, es necesario superar. En la vida de la dicha eterna, cuerpo y alma, íntimamente unidos de nuevo y ya en perfecta armonía y plenitud, disfrutarán juntos de la Bondad y el Amor infinitos del mismo Dios que creó al hombre.

El obispo de Hipona descubre la dignidad del hombre como obra creada amorosamente por Dios a su imagen y semejanza en varios “vestigios trinitarios”. En efecto, el santo obispo se empeña en el tratado De Trinitate en ofrecer una amplia relación de las huellas de la Santísima Trinidad en la creación entera y, de un modo especial, en el ser humano: en gran medida, dedica a este propósito nada menos que la segunda parte de la obra.

Bondad del cuerpo y jerarquía alma-cuerpo

La bondad del cuerpo y del alma como realidades que tienen su origen último en Dios, así como la bondad de su unión estrecha para formar el hombre (unión                                                    que Santo Tomás, recogiendo y purificando el concepto aristotélico, entenderá como “unión sustancial”), según el plan y la voluntad de Dios, están profundamente vinculadas con la jerarquía existente entre ambas realidades para la perfección de tal unión. El hecho de ser el alma el principio que da vida al cuerpo ya supone un principio de jerarquía, de subordinación del cuerpo al alma, lo cual no es sinónimo de una concepción de tipo dualista-maniquea que considere a aquél como un elemento negativo; en la visión cristiana, tanto el cuerpo como el alma son buenos. Ni siquiera el pecado original ha introducido una maldad en el cuerpo, sino un desorden global en el hombre, tanto en el cuerpo como en las facultades del alma. En consecuencia, el deber ahora es restaurar la armonía y el equilibrio, lo cual supone el dominio de la razón y de la voluntad rectas sobre la realidad corporal, para bien del propio cuerpo y del ser completo del hombre. Y para esto se nos da la gracia, en virtud de la obra redentora de Jesucristo.

En defensa del cuerpo frente a las tendencias dualistas de signo gnóstico-maniqueo, San

Agustín advierte que la raíz del pecado se halla más bien, en última instancia, en la libre voluntad del alma, en el  mal uso de la libertad, y no propiamente en el cuerpo. Lo cual no significa que, en el desorden desatado como consecuencia del pecado original, el instinto carnal no incite al pecado, sino que es el conjunto del hombre el que se halla herido y afectado; y el acto de consentir en la tentación depende de la voluntad, que es una potencia del alma. Así, la “vida carnal” no procede únicamente de los vicios del cuerpo, sino de los del alma, y la causa última del pecado procede del alma, no de la carne.

Esto conduce a dos formas posibles de vida: “vivir según la carne”, que equivale a vivir según el hombre; y “vivir según el espíritu”, que es sinónimo de vivir según Dios. Cuando vive según Dios, vive según la verdad; cuando vive según él mismo, vive según la mentira (De civ. Dei, XIV, 4).