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Jerusalén - Año 30. II

En el año 37 a. de C., Un ambicioso Herodes, hijo de padre idumeo y madre árabe, tomó el poder con la ayuda de Roma y, bajo el apelativo de “El Grande”, reinó sobre el territorio de Judea, Samaria, Batanea, Traconite, Galilea y Perea. Cuando murió, coincidiendo con la marcha de la Sagrada Familia a Egipto, le heredaron sus hijos: Arquelao, Antipas y Filipo. A Antipas le conocemos porque degolló a Juan el Bautista y de Arquelao, sabemos que, depuesto, como consecuencia de su extrema brutalidad, por el emperador Augusto, fue sustituido por la tutela directa de Roma. En tiempos de Jesús, el gobernador, enviado por Roma, era Poncio Pilatos, que había llegado a Jerusalén el año 26 d. de C.

Coincidiendo con la infancia de Jesús, Herodes Antipas gobernaba Galilea. Debía tener, Jesús, alrededor de veinte años, cuando Antipas comenzó la construcción de su gran ciudad, Tiberiades, llamada así, en honor del César Tiberio. La edificación de la urbe generó problemas con los sacerdotes judíos. En su subsuelo se hallaron tumbas antiguas, la Ley judía prohibía construir sobre un lugar en el que se hubieran realizado enterramientos; lo consideraban impuro. Debió ser uno de los múltiples problemas que se produjeron entre romanos y judíos.

Visita impactante

La primera vez que visité la ciudad, sus ciudadanos islamitas se hallaban en pleno Ramadán. Al atardecer, me encantaba recorrer sus calles estrechas y saludar a los árabes que, a la puerta de sus casas o de sus tiendas, preparaban la comida, que iban a realizar tras la puesta del sol. Alegres y un poco hambrientos, enredaban en sus cazuelas mientras se hacían bromas entre ellos o tarareaban canciones desconocidas para mí. En esos momentos solía pensar en Fadrique Enríquez de Ribera, el hombre que, sin saberlo, a principios del siglo XVI, había inspirado mi visita. El autor, devoto peregrino y curioso observador, nos narra con entusiasmo el choque de culturas que contempló en su viaje. A pesar de que da la impresión de que pocos edificios, de la Jerusalén histórica,permanecían en pie, quedó tan impresionado, que para su palacio sevillano, adoptó el nombre de “casa Pilatos”.

Ser jerosolimitano es ser habitante del mundo, porque, la ciudad, en sí misma, es la representación de nuestro mundo y lo ha venido siendo desde su fundación, por un pueblo semítico occidental, los Jebuseos, en el año 3.000 a. de C. Aunque no bien definidos en la historia, los jebuseos, a los que la Biblia identifica con los cananeos, parecen muy próximos a los hurritas. Los egipcios, la llamaron Urusalima, ciudad de paz. El Génesis, la denomina, Salen: paz, y en el siglo XIV, recibía el nombre Urusalem, ciudad de paz. Para los islamitas, es al-Quds, la Sagrada. Según una antigua tradición, Mahoma subió al cielo, en su yegua alada, desde la cumbre del monte Moria, el lugar en el que se encuentra la mezquita y antes estuvo el templo de Salomón.

En el año treinta la población se divide en tres partes: La ciudad alta, donde se hallan los promontorios de Sión, actualmente, Sinaí y Oreb. En esta zona, se levanta el palacio de Herodes. La ciudad baja, que desciende hacia el templo y Beceta, la nueva urbe, que se extiende hasta el cinturón amurallado que rodea la metrópoli. En ella, se encuentran los mercados. Entre la alta y la baja, pasa el acueducto que trae el agua desde el depósito de Salomón, que sirve para cubrir las necesidades de sus habitantes.

El Templo

Aunque, gracias a las intrigas de Herodes, el Sumo Sacerdote se ha convertido en una marioneta del poder romano y Antipas ha embellecido la ciudad al estilo griego, el monumento central sigue siendo el Templo. Sucesor del que edificara Salomón, la actual construcción fue edificada por Zorobabel, en el año 588 a. de C., al regreso del cautiverio de Babilonia. En la época de Jesús, los jerosolimitanos se sienten orgullosos de la obra y de su significado. Los días pasan y las fechas se echan encima. Nunca se abandona Jerusalén, uno sólo se despide: hasta luego.

Regresemos al principio, a Getsemaní. Antes de partir acompañemos a Jesús en sus trágicas jornadas. De Getsemaní, tras cruzar las murallas, caminemos hasta el palacio del Sumo Sacerdote, cercano a la torre Antonia. Comienza la Vía Dolorosa. De allí, cruzando las calles de la ciudad alta, al palacio de los Hasmoneos, donde se encuentra Herodes Antipas y, finalmente, al Pretorium, donde Pilatos, el único que tiene autoridad suficiente para ello, le condenará a morir en la cruz. Largo, inacabable camino de sufrimiento. Tiempo para pensar, para sentir, para añorar. Finalmente, desandando parte del recorrido: el Gólgota, principio y fin del camino.

Para todas las religiones, que inspiran su fe en la Biblia, Jerusalén es una ciudad sagrada. Para el Islam, tras la Meca y Medina, la más sagrada. Para los cristianos, la ciudad en la que Jesús fue crucificado y para los judíos, la ciudad en la que estuvo el templo de Salomón. Hace muchos años que todos se pusieron de acuerdo en amarla por su significado espiritual y sin embargo, sus muros siempre estuvieron ensangrentados por la guerra. La crueldad de unos y otros se cebó en sus habitantes.