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Hijos de la Luz

Escritor

Desgraciadamente en nuestro país Dios es percibido con frecuencia como enemigo de la razón, la verdad y la libertad. El desencuentro entre la fe, a veces reducida a normas morales y sociales, y la modernidad, que con facilidad ha degenerado en anticlericalismo, se ha vivido trágicamente en muchos momentos de nuestra  historia y parece renacer con fuerza en el momento actual.

La fiesta de la Epifanía o Santos Reyes nos llama a ser hijos de la luz encontrarnos con las manifestaciones que Dios nos hace en la historia, ayer y hoy.

La Iglesia Católica considera 3 manifestaciones o epifanías en las siguientes revelaciones del texto sagrado: la Epifanía de los Magos de Oriente que se celebra el 6 de enero, la Epifanía del Bautismo de Jesús por Juan el Bautista en el río Jordán, en que el  Espíritu Santo viene sobre  Jesús a través de la paloma blanca, y la Epifanía de Cristo al comienzo de  su ministerio público con el milagro de Caná.

La Epifanía es la fiesta de la manifestación luminosa del Señor, que se remonta al siglo IV y es un poco anterior a la fiesta de la Natividad del Señor el 25 de diciembre. Sabemos por los santos Padres que la Epifanía se celebraba en Egipto en este día 6 de enero como fiesta del Nacimiento del Señor (San Epifanio de Salamina). Es en el mismo siglo IV cuando se extiende la celebración de la fiesta de Epifanía de Oriente a Occidente, y en esa misma época se asienta la fiesta de la Natividad del Señor del 25 de diciembre. Por esto mismo, la fiesta de la Epifanía adquiere en Occidente un significado propio: Jesús, nacido en Belén, se manifiesta a los pueblos paganos como Salvador, siendo adorado por los Magos, los sabios que llegan de Oriente a adorar al recién nacido, que es contemplado como Rey mesiánico, el gran Rey que era esperado en el Oriente antiguo y había de instaurar el reinado divino en el mundo entonces conocido.

Los Magos de Oriente

El evangelio habla de unos «Magos de Oriente», que sin duda se transforman en «reyes» al ampliarse y adornarse la tradición evangélica de la infancia de Jesús con la lectura del profeta Isaías. Él es quien nos dice que, cuando llegue el gran rey salvador, “los pueblos caminarán a la luz de Jerusalén y los reyes al resplandor de su aurora”.

Este mensaje que vino Jesús a traer es el anuncio de la manifestación de Dios en él para que todos lleguen a la salvación. Dice Pablo escribiendo a Timoteo que es grande el misterio de la piedad de Dios ahora revelado, cuyo contenido es la revelación universal de Cristo.

Jesús es adorado por los Magos de Oriente, que eran expertos en el mundo antiguo en la observación de los astros, que conforme a las creencias de la época vinculaban el destino de las personas al curso de las estrellas, a su nacimiento y brillo. Estos sabios han visto la estrella del Gran Rey y acuden a rendirle homenaje y hacerle regalo de sus tesoros y dones,  que el evangelista concreta en oro, incienso y mirra.

No sabemos si esta estrella fue un fenómeno natural como pudo ser la conjunción astral de los planetas Júpiter y Saturno que ocurrió en tiempos del nacimiento de Jesús; o si, más bien, se trató de una luz milagrosa, porque no podemos concretar los datos históricos. Sabemos que este relato está redactado para poner de manifiesto que Jesús es el rey Mesías a lo divino, no al modo humano como era concebido y esperado por los judíos. Sabemos y así lo creemos que en el Mesías Jesús se cumplen las promesas hechas al pueblo elegido, tal como el oráculo del profeta dice: «Lo veo, pero no ahora, / lo diviso, pero no de cerca; de Jacob avanza una estrella, / un cetro surge de Israel» (Núm 24,17).

La estrella que iluminó al mundo

La estrella prometida avanza en Jesús para iluminar el mundo y atraer a los pueblos y las naciones a la luz del Señor, al resplandor de su aurora. San Pablo, que se comprende a sí mismo como evangelizador de los pueblos gentiles, de los paganos, dirá acerca de su ministerio,  que Dios le ha dado a conocer un misterio escondido durante los siglos y «que también los gentiles son coherederos, miembros del mismo cuerpo y partícipes de la Promesa en Jesucristo, por el Evangelio» (Ef 3,6).

Por esto mismo la fiesta de la Epifanía es una fiesta de proyección misionera. No importa que los enemigos de la fe, como Herodes, que los representa a todos, se opongan al reinado del Hijo del Altísimo, porque Jesús es el Salvador del mundo, pero es, por eso mismo, “piedra de tropezar”; porque Jesús, como le dijo Simeón a María cuando lo encontró en el templo: «Éste está puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; será como una bandera discutida: así quedará clara la actitud de muchos corazones» (Lc 2,34). No podemos renunciar a anunciar sin temor que Jesús es el Redentor y el Salvador de los hombres, aunque algunos se escandalicen o se muestren desconfiados e indiferentes ante el anuncio de que el Hijo de Dios se hizo hombre, adquiriendo nuestra humana condición.

No podemos renunciar a educar a la infancia y la juventud en la fe de la Iglesia, para que generación tras generación Jesús sea conocido y amado, porque sólo por medio de él llegaremos al conocimiento de Dios y a la vida eterna. Frente a una sociedad que ahoga la vida de los niños en el vientre materno, como Herodes acabó con la vida de los inocentes, hemos de ser testigos de la vida; y frente a cuantos apartan a los niños del conocimiento de Cristo Jesús, pretextando una supuesta y acrítica neutralidad imposible, hemos de ayudar a las familias a dar a conocer a los niños y adolescentes el misterio del amor de Dios manifestado en Jesús. En Jesús brilla la estrella de Jacob, la luz que ha brillado para disipar las tinieblas de los corazones iluminando una sociedad ensimismada en su propia autonomía de decisión, que no se rige por los mandamientos de Dios.

Cada uno de nosotros ha de ser testigo de la manifestación de Dios en Jesús.

Como hijos de la luz estamos invitados a “hacerse transparencia de Cristo para el mundo”. Nos llama a participar en el “anhelo profundo del ser humano”, que “está siempre en camino, en busca de la verdad”, ansiando “la plenitud de su propio ser”. Estas exigencias y anhelos no son una etapa superada o a superar en la experiencia cristiana. Sólo puede salir al encuentro del hombre que busca la verdad, quien la ha reconocido gozosamente en Cristo, que abraza nuestra humanidad dolorida. Una tarea apasionante para la que se necesitan personas que quieran ser protagonistas de la historia y testigos de la vida nueva.