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Familia y comunicación (II)

Persona, familia y sociedad son realidades inseparables. Y la comunicación se encarga de estrechar sus lazos. Así, juntas componen un trío de extraordinario valor. Como señalaba Leonardo Polo, pensador al que me he referido en otras ocasiones, “la familia, la empresa y la universidad son tres tipos de empresa, que pueden hacerse cargo de la marcha de la historia en este momento. Descartada la vieja política, que sólo es capaz de provocar bandazos o compromisos, con lo que el fondo de los asuntos permanece empantanado, las instituciones aptas son las tres mencionadas: la familia, la empresa y la Universidad, la cual es, por una parte, un peculiarísimo tipo de empresa, y, por otra, el representante, en el nivel superior, del sistema educativo. En estas tres instituciones se concentra la energía social, pues la iniciativa humana se pone en marcha en la medida en que tales instituciones dan de sí. Eso lleva a hacer dos observaciones inaplazables: 1) Es preciso favorecerlas, porque en parte están aquejadas por las deficiencias antes señaladas. 2) Las tres instituciones han de intensificar sus relaciones, pues sus defectos se deben al mal encaje mutuo”.

Iniciativa humana

No pienso que sea exagerado afirmar que el futuro está en manos de la familia, de la empresa y de la universidad, siempre y cuando estas tres realidades vayan de la mano. Si se separan, si cada una quisiera ir por su cuenta, entonces naufragaría la iniciativa humana. La empresa no es autosuficiente, de la misma manera que tampoco lo es la familia ni la universidad.

  Mejorar la familia, la empresa y la universidad resulta imposible en un clima de desconfianza o de miedo. Cuando el hijo no puede fiarse de sus padres, cuando los padres no depositan su confianza en él, cuando en la empresa el jefe se muestra reacio con sus empleados, cuando los profesores rechazan cualquier vínculo con sus alumnos –más allá del profesional-, cuando los proveedores temen a sus clientes… entonces falla la confianza, se deteriora la comunicación y, en última instancia, se atenta contra la caridad.

            El mandamiento del amor, el primero y más claramente defendido por Jesucristo, debe aplicarse en nuestros círculos más íntimos. De nada sirve atender al mendigo o dar limosna en la iglesia si antes no hemos perdonado al hermano, si no hemos mostrado comprensión con nuestros padres,  si criticamos al compañero de trabajo o si engañamos a un pariente para obtener un beneficio personal.