Usted está aquí

Embarque de Santa Úrsula

Embarque de Santa Úrsula

Amanece en el puerto de Roma. El muelle muestra inusual actividad: la princesa Úrsula y las doncellas que le acompañan regresan de su peregrinación a la Ciudad Eterna. Lleva corona y porta un estandarte blanco con la cruz de San Andrés. La comitiva de vírgenes desciende por las escalinatas de un templete para el embarque. Como símbolo del martirio que poco después sufrirán a manos de los hunos, al aportar en Colonia, el artista las ha provisto con arcos y flechas.

En primer término, en la parte inferior del cuadro, estibadores y marinos se afanan en la carga de baúles y mercancías para la travesía. Hay un ir y venir de pequeñas barcazas hacia los imponentes navíos que recortan la silueta de sus mástiles sobre la dorada luz del sol naciente, que con su resplandor ilumina un límpido cielo azul.

La escena está enmarcada, a la derecha, por una frondosa y alta vegetación, junto a la fortaleza que defiende el puerto y, a la izquierda, por una línea de edificios del que destaca un palacio con dos torres, inspirado en la residencia de la poderosa familia Barberini –sus mecenas más influyentes– cuyo barco, con su emblema en las banderas, está en el centro.

En las obras de Claude Lorrain no cabe nada tormentoso, no hay viento, ni siquiera brisa. Los personajes se mueven con tranquilidad, con distinción y naturalidad. No obstante, otorga poca importancia al carácter narrativo. Las figuras son elementos secundarios que sirven de pretexto para crear un paisaje ideal, reflejo de su mundo interior. Explota los recursos poéticos que ofrece la luz iluminando todo el paisaje, enriqueciendo la atmósfera con una neblina dorada que nos envuelve y transporta a un mundo de una belleza que puede parecernos irreal, inexistente.

Confieso, sin embargo, haber visto la luz de Claude Lorrain en ciertos atardeceres en Salamanca, cuando la piedra arenisca de sus monumentos parece tomar vida propia, dorada por los últimos rayos del sol.

Contemplando sus paisajes el alma se distiende y se eleva a un nivel superior, etéreo, suave, delicado… de una atracción irresistible, que nos hace exclamar con San Agustín: “Nos hiciste, Señor, para ti; y nuestro corazón estará inquiero hasta que descanse en ti.” (Conf. 1, 1)

 

Claude Lorrain nació en 1600 en Chamagne, en el ducado de Lorena. De origen campesino pero con una posición algo acomodada, fue el tercero de siete hijos. Su hermano mayor, escultor tallista, le enseñó los rudimentos del dibujo. Viajó a Roma y entró al servicio de Agostino Tassi, un pintor paisajista. También hizo amistad con el francés Nicolas Poussin, afincado en Roma. A los 30 años empezó a gozar de cierta fama en los círculos artísticos de Roma, recibiendo numerosos encargos, entre los cuales uno de Felipe IV para el Palacio del Buen Retiro en Madrid, para decorar la Galería de Paisajes. Falleció en Roma en noviembre de 1682, y fue enterrado en la iglesia de la Trinità dei Monti, con grandes muestras de respeto y admiración de la sociedad de su tiempo.