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Cine y espiritualidad. Un Cannes diferente

Cine y espiritualidad. Un Cannes diferente

Un dúo que no te esperas, es el formado por monseñor Dario Edoardo Viganò (prefecto de la Secretaría de la Comunicación de la Santa Sede) y el director Wim Wenders. Platican en Roma de cine y espiritualidad, antes de irse al Festival de Cannes, y de un evento colateral organizado entre otros por Aleteia: el Festival Sacré de la Beauté. La charla, previa al SIR, se llevó a cabo con naturalidad, como sucede entre dos personas que se conocen, como lo explica el propio Wenders, cuando cuenta su experiencia en el CTV durante la ceremonia de apertura de la Puerta Santa:

El Centro Televisivo Vaticano es indudablemente una realidad extraordinaria. Confieso que ver a Stefano D’Agostini digerir la gran máquina de la dirección con 20 cámaras con ocasión de la apertura de la Puerta Santa fue para mí una bella experiencia. Tuve un sencillo papel dentro de un complejo directo de televisión de la ceremonia, en que participé y asistí gracias a la invitación de don Dario.

Wenders explica cuánto siente el sentido de responsabilidad cuando debe representar la espiritualidad y el contenido de fe en sus películas. No es lo mismo contar de Dios sabiendo que él te ama, que haciéndolo como pura narrativa artificial.

No era tan consciente de esta “responsabilidad”, en ausencia de un mejor término, o del hecho que la fe pudiera influenciarte como artista hasta cuando, en 1987, no me adherí al proyecto de una película poética, completamente improvisada, como “El cielo sobre Berlín”. Es la historia de dos ángeles custodios que cuidan a sus “protegidos” en la ciudad de Berlin. Cuando me di cuenta que la tarea más importante de la película era hacer, bajar, “the Angel’s gaze at people”, la mirada de los ángeles a las personas, y también mostrar cómo los ángeles nos ven, esto me hizo comprender que esa obra tuvo otro efecto en mí, que no había vivido nunca. 

Pero el cine, como arte, ¿es capaz de contar sobre Dios? La 70ª edición del Festival de Cannes, quizá el más importante del mundo para el cine comprometido, es una ocasión para hacer un especie de balance.

Monseñor Viganò es positivo sobre este punto:

En 70 años hemos visto triunfar a autores importantes, capaces de jugársela con ideas valientes e, incluso, incómodas. Pienso en el último ganador, “Yo, Daniel Blake”, del director inglés Loach, cantor de los últimos de la sociedad, al igual que los hermanos Dardenne que aquí en Cannes ganaron con L’Enfant (2005) y con “Rosetta” (1999). Y más, “Mission” de Joffé en 1986 o “El árbol de los zuecos” de Olmi en 1978, hasta “Milagro en Milán” de De Sica en 1951. El Festival, por lo tanto, se configura como un espacio de inclusión cultural, donde se introduce la iniciativa de la “diaconía de la belleza”. En algunos de mis estudios, a menudo he subrayado cómo el cine ha buscado a Dios en los pliegues de lo visible, confrontándose con su presencia o con su ensordecedora ausencia.

Y es que en el fondo, prosigue el prelado, es bueno recordar de qué está hecho el cine y de cómo, en su esencia, está sustancialmente cerca de la mirada divina:

Los ángeles, los de Wenders, nos recuerdan que son luz y movimiento, así como el propio cine, combinación de hecho de luz y movimiento. Es probablemente un don de la providencia, en la historia de los descubrimientos científicos, que el apellido de los inventores del cine sea justamente Lumière, “luz”. “Nomen omen”, el destino escrito en el propio nombre.