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Canto agradecido a los mayores que legaron lo mejor de sí mismos a nuestra sociedad

El río de la vida que va a dar a la mar

No es bueno ni acertado mirar el presente, sin una mirada retrospectiva al pasado, ni pensar en el mañana que se nos viene encima. El hoy, en su misma inmediatez, es el fruto maduro del esfuerzo de los hombres y mujeres de ayer y el mañana será el legado que dejemos a los que vienen detrás de nosotros, con las casuales e intermitentes interferencias que deje nuestra propia impronta personal, en el correr del tiempo…

Sin embargo, con ser esta afirmación tan obvia para cualquiera que sea medianamente reflexivo, no marca la línea directriz de nuestro proceder habitual: despreciamos el pasado, como caduco y retrógrado; nos apropiamos del presente como el bien absoluto que hemos conquistado y pasamos olímpicamente del mañana como algo incierto y lejano que no nos atañe para nada…

No hay líneas discontinuas en el devenir de nuestra historia: es como un río que nace humilde y diminuto en la montaña, que recorre alegre y lleno de vida la campiña y desemboca desbordado y cansino en el mar… Así quiere verlo el poeta, en otra línea de reflexión, pero con indudable aplicación a lo que nos atañe. El río, en cada tramo de su recorrido recoge el caudal que viene de arriba… Somos receptores y deudores, a la vez. Cada generación es deudora de la anterior y debe ser servidora insobornable de la que sigue…

Romper estos lazos del destino produce desequilibrios y generan rupturas que se pagan a un alto precio, más pronto o más tarde. Nuestro tiempo es testigo fidedigno que nos debe ayudar a reflexionar, a varias instancias, que nos están interrogando…

Respetar las leyes de la creación

Nuestros mayores cultivaron la tierra con sus propias manos, la mimaron como la fuente inagotable que les proporcionaba el alimento necesario para la familia. La cuidaban, extirpaban las malas hierbas, la roturaban, y respetaban sus ciclos y sus propiedades… Vivían de ella y para ella. Y ella les daba estabilidad en torno al hogar familiar y unidad…

De sol a sol; del otoño a la primavera y el verano, todo giraba en torno a esa tierra bendita… Nuestros mayores vivían del esfuerzo diario, con estrecheces y austeridades, pendientes de los ciclos de la naturaleza y la mirada confiada puesta en la divina Providencia…

Hoy esa tierra es objeto de especulación y de explotación abusiva: se compran sus servicios, y se multiplican las cosechas… Se mal pagan los salarios y se extreman las cosechas. Cuanto más produzca en menos tiempo y a menor precio, mejor es la tierra, en nuestro criterio egoísta y explotador, aunque, a corto o medio plazo, quede esterilizada definitivamente. Y, si no produce, se la deja desertizar o se abandona definitivamente, o se convierte en cotos de caza para pudientes…

Y lo que decimos de la tierra podemos decirlo de las montañas, de los ríos, valles y mares: de la naturaleza y de la creación en general. El hombre de hoy es el depredador impúdico y todo poderoso que quiere hacer de la tierra y de los cielos su propiedad exclusiva, sin importarle nada lo que pueda pasar en el futuro, ni en los derechos inalienables de los que vienen detrás de nosotros…

Es hora de gritar contra el espolio masivo de nuestra tierra y también de entonar un canto agradecido a aquellos sabios del pasado que se entregaron al servicio esforzado de la tierra, pensando en la herencia que debían legar a los suyos…

Respetar la herencia de valores que nos legaron

Los mayores son el vínculo transmisor de los valores que ellos mismos recibieron. Han entregado lo mejor de sus vidas a conservar estos valores y a enriquecerlos y multiplicarlos. No han conocido los medios técnicos que nosotros disfrutamos, pero los han propiciado con su esfuerzo y su entrega diaria a los suyos. La escasez y la inseguridad de su presente les ha enseñado a administrar sus haberes y sus previsiones de futuro, con sensatez y sentido del ahorro, cosa que a los jóvenes de hoy les suena a rancio y a rigidez extrema…

Dicen que los más antiguos guardaban sus ahorros debajo de los ladrillos de la cocina y que sólo los sacaban cuando la necesidad los apremiaba… Quizá son malas lenguas que quieran desacreditarlos, pero lo cierto es que los mayores de antaño valoraban lo que tenían, pero siempre tuvieron en cuenta lo que podía pasar en los meses venideros; y nunca, desde luego, despilfarraron su dinero y sus propiedades en cosas baladíes ni en algaradas festivaleras como hacen las actuales generaciones…

Este mismo sentido de austeridad y de ahorro les estimulaba a entregarse de cuerpo entero a lo suyo, al trabajo de cada día, y a los suyos. La familia siempre fue sagrada para ellos. Sus hijos, sus nietos, siempre fueron parte integrante de sus vidas. Y aún hoy, en este tiempo de crisis y penurias, ellos siguen siendo el rincón del calor y de la seguridad familiar. Sin ellos, nuestra sociedad se tambalea, el estado mismo se rompería en mil pedazos, rotos los vínculos del equilibrio y de la solidaridad familiar…

Con esta realidad brillante, que nadie razonablemente puede controvertir, ¿cómo es posible que tantos hijos olvidadizos aparquen a los mayores, a sus propios padres, en residencias o en sus propias casas abandonadas a su suerte? Cierto que las condiciones de vida, las exigencias de la vida moderna, ha roto esquemas y planteamientos del pasado, que el derecho de la mujer al trabajo es una conquista social encomiable, pero, si hay que pagar a tan alto precio esa conquista, tendremos que cuestionarnos seriamente el valor real, socialmente hablando, de esa conquista…

Todavía sigue siendo cierto que sacamos tiempo para lo que valoramos de verdad… Y lo que todavía es más sangrante: hoy los abuelos, en muchas familias llamadas modernas, son el florero de flores marchitas, que se pone o se quita según conviene; ellos están ahí, pero apenas cuentan en la relación familiar; sus consejos, o puntos de vista, son letra muerta, antiguallas del pasado, cantinelas mil veces repetidas, que no tienen cabida en nuestra sociedad progre…

Un canto agradecido a nuestros mayores

Por eso quiero dedicaros esta canto agradecido a vosotros generaciones de mayores que entregasteis lo mejor de vosotros mismos al trabajo esforzado y callado de la tierra; que seguís rodeando de cariño a vuestros hijos y a vuestros nietos; que, cargados de años, mantenéis enhiesta la ilusión y la alegría de vivir; que todavía encontráis tiempo para dedicarlo, como esforzados y generosos voluntarios, a los que necesitan vuestra presencia y vuestras habilidades en los mil servicios que nuestra sociedad, ahíta de cariño y de ternura, os ofrece…

Y quiero elevar el tono de mi canto a vosotros sacerdotes, religiosos y religiosas, misioneros y misioneras (sacerdotes, religiosos y religiosas, clérigos y laicos) que, bien sobrepasados los setenta, seguís en la brecha, como en la plenitud de vuestra juventud, llenando los vacíos que otros, con menos años y más energías vitales, están llamados a desempeñar…

Llegará el tiempo en que, notoria vuestra ausencia, esta sociedad progre (engreída de sí misma) clamará por el perfume de vuestra presencia bienhechora y os levantará monumentos de reconocimiento y de alabanza… Y si no es así, los montes y colinas, testigos de vuestro hacer callado, gritarán, hasta que llegue el día, en el umbral de vuestra existencia, en que, aquella voz majestuosa del que juzga rectamente y sabe dar a cada uno lo que se merece, proclame con solemnidad inigualable:

“Venid benditos de mi Padre porque tuve hambre y me distéis de comer, tuve sed y me distéis de beber…” (Mt.25, 35 ss)