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San Ignacio de Antioquía – 17 de Octubre

San Ignacio de Antioquía – 17 de Octubre

«Tercer obispo de Antioquia, doctor de la unidad, denominado Theophoros (portador de Dios), murió mártir por amor a Cristo bajo las fauces de los leones en el anfiteatro Flavio»

Nació en Siria hacia el año 50; murió en Roma entre el año 98 y el 117.

Más de uno de los primeros autores eclesiásticos han hado crédito, aparentemente sin buenas razones, a la leyenda de que Ignacio fue el niño a quien el Salvador tomó en sus brazos, como se describe en Marcos 9,35. También se cree, y con gran probabilidad, que, con su amigo San Policarpo, estuvo entre los oyentes del Apóstol San Juan. Si incluimos a San Pedro, Ignacio fue el tercer obispo de Antioquía e inmediato sucesor de Evodio ( Eusebio, “Hist. Eccl.”, II, III, 22). Teodoreto (“Dial. Inmutab.”, I, IV, 33a, París, 1642) es la autoridad para la afirmación de que San Pedro nombró a Ignacio para la sede de Antioquía. San Juan Crisóstomo le atribuye especial énfasis al honor conferido al mártir al recibir su consagración episcopal de manos de los mismos Apóstoles (“Hom. en S. Ign.”, IV, 587). Alejandro Natalis cita a Teodoreto al mismo efecto (III, XII, art. XVI, p. 53).

El obispo de Antioquía poseyó en grado eminente todas las excelentes cualidades de pastor ideal y verdadero soldado de Cristo. De acuerdo con ello, cuando la tormenta de la persecución de Domiciano estalló en su pleno furor sobre los cristianos de Siria, encontró a su fiel dirigente preparado y vigilante. Fue infatigable en su vigilancia e incansable en sus esfuerzos por inspirar esperanza y alentar a los débiles de su grey contra el terror de la persecución. La restauración de la paz, aunque fue de corta duración, le confortó en gran manera. Pero no se regocijó por sí mismo, pues el gran deseo omnipresente de su alma caballerosa era poder recibir la plenitud del discipulado de Cristo por medio del martirio. Su deseo no iba a permanecer largo tiempo insatisfecho. Asociado con los escritos de San Ignacio hay una obra titulada “Martyrium Ignatii”, que pretende ser el relato de un testigo presencial del martirio de San Ignacio y los hechos conducentes al mismo. En esta obra, que críticos protestantes tan competentes como Pearson y Ussher consideran como genuina, se registra fielmente, para edificación de la Iglesia de Antioquía, la historia completa de ese accidentado viaje de Siria a Roma. Es ciertamente muy antigua y se considera que fue escrita por Filón, diácono de Tarso y Reo Agatopo, un sirio, que acompañó a Ignacio a Roma. Generalmente se admite, incluso por los que la consideran auténtica, que esta obra ha sido muy interpolada. Su versión más fiable es la que se encuentra en el “Martirium Colbertinum”, la cual cierra la recensión mixta y se llama así porque su testimonio más antiguo es el Códice Colbertino (París) del siglo X.

Según estas Actas, en el noveno año de su reinado, Trajano, emocionado con la victoria sobre los escitas y los dacios, pretendió perfeccionar la universalidad de su dominio por una especie de conquista religiosa. Decretó, por tanto, que los cristianos se unieran a sus vecinos paganos en el culto a los dioses. Se amenazó con una persecución general, y se anunció la muerte como pena para todos los que rehusaran ofrecer el sacrificio prescrito. Advertido inmediatamente del peligro que amenazaba, Ignacio se proveyó de todos los medios a su alcance para frustrar los propósitos del emperador. El éxito de sus celosos esfuerzos no permaneció oculto mucho tiempo a los perseguidores de la Iglesia. Pronto fue detenido y conducido ante Trajano, que estaba entonces residiendo en Antioquía. Acusado por el propio emperador de violar el edicto imperial, y de incitar a otros a similares transgresiones, Ignacio dio valientemente testimonio de la fe de Cristo. Si creemos el relato que se da en el “Martyrium”, su declaración ante Trajano se caracterizó por la inspirada elocuencia, el sublime valor, e incluso un espíritu de exultación. Incapaz de apreciar los motivos que lo animaban, el emperador ordenó que lo encadenaran y llevaran a Roma, para convertirse allí en pasto de las fieras y espectáculo para el pueblo.

Por su Carta a los Romanos (par. 5) colegimos que las pruebas de este viaje a Roma fueron grandes: “Incluso desde Siria a Roma luché con bestias salvajes, por tierra y mar, de noche y de día, estando atado entre diez leopardos, hasta una compañía de soldados, que sólo se volvían peores cuando eran tratados amablemente”. Pese a todo esto, su viaje fue una especie de triunfo. Noticias de su destino, de su paradero y de su probable itinerario le habían precedido velozmente. En varios lugares a lo largo de la ruta sus correligionarios cristianos le saludaban con palabras de consuelo y de homenaje reverente. Es probable que en su camino a Roma embarcara en Seleucia, en Siria, el puerto más próximo a Antioquía, o bien hasta Tarso, en Cilicia, o Attalia en Pamfilia, y de allí, como colegimos por sus cartas, viajó por tierra a través del Asia Menor. En Laodicea, en el río Licos, donde se presentaba una encrucijada, sus guardias eligieron la ruta más septentrional, que llevó al futuro mártir a través de Filadelfia y Sardes, y finalmente a Esmirna, donde era obispo San Policarpo, su condiscípulo en la escuela de San Juan. La estancia en Esmirna, que fue prolongada, les dio a los representantes de las diversas comunidades cristianas de Asia Menor una oportunidad de saludar al ilustre prisionero, y ofrecerle el homenaje de las Iglesias que representaban. Vinieron delegaciones de las congregaciones de Éfeso, Magnesia y Tralles para consolarlo. A cada una de estas comunidades cristianas dirigió cartas desde Esmirna, exhortándolas a la obediencia a sus respectivos obispos, y advirtiéndoles que evitaran la contaminación de la herejía. Estas cartas respiran el espíritu de caridad cristiana, celo apostólico y solicitud pastoral. Mientras que aún estaba allí también escribió a los cristianos de Roma, pidiéndoles que no hicieran nada para privarle de la oportunidad del martirio.

Desde Esmirna sus captores le llevaron a Troya, desde la cual envió cartas a los cristianos de Filadelfia y Esmirna y a Policarpo. Aparte de estas cartas, Ignacio había previsto dirigir otras a las comunidades cristiana del Asia Menor, invitándolas a hacer expresión pública de su simpatía con los hermanos de Antioquía, pero el cambio de planes de sus guardias, que exigía una apresurada partida de Troya, frustró su propósito, y se vio obligado a contentarse con delegar esta función en su amigo Policarpo. En Troya tomaron un barco para Neápolis, desde cuyo lugar el viaje les llevó por tierra a través de Macedonia e Iliria. El siguiente puerto de embarque fue probablemente Dyrrhachium (Durazzo). Es imposible de determinar si al haber llegado a las costas del Adriático completó su viaje por tierra o por mar. No mucho después de su llegada a Roma obtuvo su muy codiciada corona de martirio en el anfiteatro de Flavio. Las reliquias del santo mártir fueron llevadas de vuelta a Antioquía por el diácono Filón de Cilicia, y Rheus Agathopus, un sirio, y fueron enterradas fuera de las puertas no lejos del hermoso suburbio de Dafne. Más tarde fueron trasladadas por el emperador Teodosio II al Tiqueo, o Templo de la Fortuna que se convirtió entonces en una iglesia cristiana bajo el patrocinio del mártir cuyas reliquias albergaba. En el año 637 fueron trasladadas a San Clemente de Roma, donde descansan ahora. La Iglesia celebra la fiesta de San Ignacio el 1 de febrero.

El carácter de San Ignacio, como se deduce de sus propios escritos y de los que se conservan de sus contemporáneos, es el de un verdadero atleta de Cristo. El triple honor de apóstol, obispo y mártir fue bien merecido por este enérgico soldado de la fe. Una entusiasta devoción al deber, un apasionado amor al sacrificio, y una temeridad absoluta en la defensa de la verdad cristiana, fueron sus principales características. El celo por el bienestar espiritual de los que estaban a su cargo alienta desde cada línea de sus escritos. Siempre vigilante para que no se infectaran por las herejías rampantes de aquellos primeros tiempos; rezando por ellos, para que su fe y su ánimo no les faltara a la hora de la persecución; exhortándoles constantemente a una obediencia sin fallos a sus obispos; enseñándoles a todos la verdad católica; al suspirar con ansia por la corona del martirio, para que su propia sangre pudiera fructificar en gracias adicionales en las almas de su grey, demuestra ser en todos sentidos un verdadero pastor de almas, el buen pastor que da su vida por su oveja.