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Solamente una página…

Hacía varios años que el padre Sebastián se encontraba como misionero en un pequeño poblado de aquel país. Recién ordenado había llegado de Portugal junto con otros tres sacerdotes. Desde entonces muchos nativos habían abrazado la fe y se bautizaron, convirtiéndose en fervorosos católicos. A los niños les daba clases de catecismo los domingos y a continuación celebraba la Santa Misa. Muchas personas acudían también a la iglesia para pedirle consejos, y eran acogidos por él como un verdadero padre.

Aunque ése no era el caso de un hombre llamado Akil. Llegaba siempre temprano junto con los niños de la catequesis, pero nunca entraba en el templo. Se quedaba sentado en los escalones de la puerta fumando sin parar. Cuando el sacerdote salía de Misa, trataba de entablar una conversación informal con aquel infeliz, para hablar sobre las cosas de Dios. Sin embargo, sus esfuerzos eran en vano.

Akil y sus parientes habían sido instruidos en la fe por los misioneros portugueses. No obstante, poco después de haber recibido el Bautismo, se propagó una epidemia por toda la región y los miembros de aquella familia fueron muriendo uno a uno. Sólo se salvó la joven Sadhika, su sobrina, de la que tuvo que cuidar. Perturbado por el dolor de tales pérdidas, Akil se rebeló contra Dios, dejó de rezar y de frecuentar los sacramentos.

La pequeña le pedía que la llevase a la iglesia, y le insistía que también asistiera a Misa, a lo que siempre se negaba. Concluida la celebración, malhumorado, cogía a la niña de la mano y se marchaba, no sin blasfemar antes y echar una fumada desafiante en dirección al sacerdote. Éste ya no sabía qué hacer… Había intentado de  todo para llevar de vuelta a la iglesia a ese hombre empedernido, pero éste le probaba su paciencia y no daba signos de conversación.

Un día, cuando el religioso regresaba de la casa de un enfermo, en el mismo barrio de Sadhika, al verlo, la  niña salió corriendo a su encuentro llorando.

‒Padre, ¡venga conmigo!

‒¿Qué ha ocurrido?

Tirando de su sotana, lo condujo hasta su humilde choza. Al llegar, la pequeña, levantando la cabeza y fijando sus oscuros ojos en los del sacerdote, le dijo entre sollozos:

‒¡Tiene usted que hablar con mi tío! Ya no quiere llevarme a la iglesia porque dice que está muy lejos, y tampoco quiere que vaya solita… ¡Por favor, ayúdeme!

Lleno de compasión, se dirigió hacia la cabaña y encontró a Akil sentado en un rincón, ocupado en hacer sus cigarrillos. En una mesita que tenía a su lado había una Biblia abierta… ¿Se habría convertido? Mientras se acercaba, antes de que pudiera decir una palabra oye el sonido de una hoja de papel rasgándose… ¡Akil acababa de coger una página de la Biblia!

Asombrado, el padre Sebastián exclamó:

‒¿Pero qué está haciendo? ¡Deténgase!

Sin ni siquiera levantar la mirada, Akil le respondió:

‒¿Es que no puedo envolver un cigarrillo ni en mi propia casa y que aparezca un curita a entrometerse? ¡Váyase de aquí!

Y arrancó otra hoja groseramente, prosiguiendo su “trabajo”…

‒¡No! La Biblia…

‒¿Qué quiere que le diga? ¿Qué me estaba deleitando con la lectura de este libro? Ja, ja, ja… La uso para hacer mis cigarrillos.

Indignado, el sacerdote se abalanzó para quitarle de las manos el Libro Sagrado, pero de pronto se le ocurrió una idea y le dijo:

‒Escúcheme, ¿usted hace eso todos los días?

‒¡Claro! Siempre que necesite un cigarrillo. Y yo sin fumar no vivo.

‒Bien, entonces hagamos un trato: cada vez que vaya a arrancar una hoja de la Biblia, lea antes lo que esté escrito en ella.

Refunfuñando y sin dar muestras de aceptar la propuesta, Akil le replicó:

‒¡Qué pérdida de tiempo! ¿Y qué gano yo con eso?

‒¡Espere y verá! Lea solamente una página cada vez y acabará recibiendo una enorme recompensa.

Aunque desconfiaba, le entró un poco de curiosidad y estuvo de acuerdo. El padre Sebastián se despidió de Sadhika, animándola a que le rezara a la Virgen con mucho empeño.

Habían pasado unas semanas y no aparecían por la iglesia. El sacerdote, sin embargo, no había perdido las esperanzas. Cierto día, mientras se estaba preparando para la Misa matutina, percibió que alguien estaba golpeando desesperadamente la puerta de la sacristía. Asustado, imaginó que podía ser un caso de fallecimiento y salió corriendo a abrir.

Cuál no fue su sorpresa al encontrar a Akil con los ojos llenos de lágrimas y con una hoja en la mano…

Padre, ¡tengo que hablar con usted! Empecé a leer cada hoja de la Biblia que iba a usar para mis cigarros, como habíamos convenido. Y, sin embargo…

Se detuvo un instante para enseñarle el papel que llevaba en la mano y le dijo:

‒Mire: aquí están las palabras que, como un relámpago, iluminaron mi corazón esta mañana.

El padre Sebastián, estupefacto, cogió la hoja y su mirada enseguida se detuvo en el pasaje del Eclesiástico que estaba allí: “Acuérdate de la ira de los últimos días, y del momento del castigo, cuando Dios aparte su rostro” (18, 24).

Y Akil continuó:

‒He estado todos estos días meditando sobre el rumbo que había tomado mi vida. Cada página que leía, sentía como si Dios mismo me hablara, recriminándome por haberme alejado de Él. Pero, hoy…

Mirando fijamente al sacerdote, añadió:

‒Siempre he querido ser misionero, como usted. La insolencia con la que respondía a sus amabilidades era, en realidad, una barrera para no dejarme llevar por ellas. ¡Cuánto tiempo he desperdiciado inútilmente! ¡Cuánto camino andado en dirección contraria! ¿No será que todavía es posible realizar ese sueño?

El religioso, que no podía creerse lo que estaba escuchando, lleno de alegría le dijo:

‒¡Sin duda!

Akil le pidió que lo confesara y se mudó a vivir en la parroquia, donde desempeñaba con satisfacción los más humildes servicios. Al atardecer, el padre Sebastián le daba clases de teología y de liturgia. Y por la noche pasaba horas y horas en adoración ante el sagrario, pidiéndole a Jesús perdón por haber vivido apartado de Él durante tanto tiempo.

Sadhika fue acogida por las Hermanas de la Caridad y, al cumplir la edad mínima exigida, entró en el noviciado. Unos meses más tarde, Akil embarcó hacia Portugal para ingresar en el seminario. Años después regresaría a la aldea como dedicado sacerdote. Aquel hombre blasfemo y gruñón, como todos lo conocieron, se había transformado casi en un ángel, y ahora anunciaba el Evangelio.