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Romper el silencio sobre Dios

Lo hacía en los términos siguientes: “Más allá de la espada y del hambre, hay una tragedia mayor. Aquella del silencio de Dios, que no se nos revela más y parece encerrado en el Cielo, casi disgustado por el comportamiento de la Humanidad”. El debate que ha seguido a estas palabras clarificó las intenciones del Pontífice: no es posible que Dios haya abandonado a la humanidad, sino más  bien es ésta la que se resiste a escucharle. De ahí que Dios “parezca” encerrado en su Cielo, porque la humanidad ya no se interesa por Él. En el fondo estas palabras únicamente pueden ser dichas desde una conciencia profundamente cristiana, es decir, desde una conciencia que entiende a Dios como Aquél que se deja afectar, que actúa solamente mediante el diálogo y la propuesta y que, por consiguiente, se hace  a sí mismo impotente, cuando el hombre no le escucha ni le responde. En este sentido nos habla la constitución Dei Verbum sobre cómo Dios quiere revelarse a la humanidad. Él toma un riesgo, porque corre el peligro de ser rechazado, o, lo que es peor, desechado como irrelevante. Un día hablaremos del camino de la misericordia que nos señala el Papa Francisco.

Nuestra cultura ha hecho que la pregunta por Dios se vea cada vez más innecesaria, más marginal, más ornamental a nivel social y, en todo caso, más cercana a la experiencia subjetiva y privada. Dios se queda en la superficie de lo humano, se queda encerrado en las redes de la “religiosidad” y su presencia es su “silencio”.  Ya en su día constataba Nietzsche la hondura del problema mediante el anuncio de la “muerte de Dios” en la conciencia del mundo occidental. El problema de fondo es el ocaso de la fe en Dios.  Si ya no podemos hablar con normalidad, o, en cualquier lugar de trabajo, si ya no se puede argumentar sobre la existencia de Dios y su realidad, entonces cae toda la base que sostiene la religiosidad y la metafísica, es decir, la posibilidad de hablar sobre una verdad que, o bien sostiene todo el universo, o, éste se queda sin fundamento firme.  Por esto, “romper el silencio sobre Dios” significa, entre otras cosas, volver a la normalidad de discutir de forma racional, es decir en el ámbito de la razón teórica, pero también de la razón práctica,  sobre los motivos y dificultades de la realidad de Dios  y de la fe. Se trata de volver a discutir sin estridencias el concepto mismo de racionalidad y sus opciones en una sociedad democrática, pero que no puede obviar el problema de la búsqueda, de la apertura a las distintas realidades que la configuran. Y, sobre todo, ser capaces de proponer nuestra experiencia de fe como algo irrenunciable en nuestra vida.

Para nosotros la fe en Dios no se basa en una abstracción. Nosotros creemos en Dios sobre la base de la fe en Jesús, es decir, creemos porque tenemos como fundamento una expresión concreta – y definitiva - de lo que en la vida significa creer desde un punto de vista existencial. Los primeros cristianos tuvieron dificultades no sólo  para superar las evidencias de ambigüedad que el encuentro con el Jesús histórico trajo consigo, sino también para poder transmitir la experiencia más difícil todavía de la Resurrección, verdadero fundamento de su fe. Desde el mismo comienzo de la fe se enfrentaron al problema del lenguaje, de la traducción a la vida ordinaria de esa experiencia fontal. Y, como sabemos, esa labor ha continuado a lo largo de toda la historia de la fe hasta la actualidad, porque, después de dos mil años, esa fe sigue sin ser una evidencia para muchos.

Estamos, por así decirlo, en una situación parecida a la de San Pablo en el Areópago. La fe tiene que acreditarse ante situaciones muy diferentes, ante Areópagos siempre nuevos en los cuales van apareciendo nuevas exigencias y nuevas necesidades humanas, que traen consigo nuevos lenguajes. Como ha dicho el Papa san Juan Pablo II, el hombre es el camino de la Iglesia, porque todo hombre ha sido redimido por Cristo y está unido a Él de algún modo, aunque no sea consciente de ello. Benedicto XVI en su obra sobre Jesús de Nazaret nos sitúa ante el núcleo central de toda reflexión antropológica: Qué ha traído Jesús? La respuesta es muy sencilla: a Dios y con Él verdad sobre nuestro origen y nuestro destino... Aquel Dios cuyo rostro se ha ido revelando... ahora conocemos su rostro y podemos invocarlo».

 

Benedicto XVI , Jesús de Nazaret, Madrid 2007, pp. 69-70.