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Piedras vivas de la Iglesia

A mediados de la primavera todas las familias de aquella pintoresca aldea alpina se encontraban reunidas en la capilla del lugar, tan pequeña que apenas lograba abrigar a unas decenas de personas. En la última Semana Santa había nacido en el alma de sus piadosos habitantes el deseo de sustituirla por un templo de mayor tamaño, donde el pueblo entero pudiera asistir mejor a la Santa Misa y donde Jesús Sacramentado fuera acogido de una manera más digna.

Aquel día el párroco había congregado a la comunidad para asignar las diversas tareas de la construcción: los hombres trabajarían y asentarían las piedras; los jóvenes empezarían a recoger la madera necesaria para las vigas del techo; las amas de casa pintarían y barnizarían puertas y ventanas, y también se ocuparían de los vidrios y vitrales; y los niños, obedeciendo a sus padres, colaborarían en lo que estuviera a su alcance.

Los días y los meses iban pasando. Los lugareños, entusiasmados, veían cómo las paredes de la nueva iglesia se levantaban y esperaban, con indescriptible alegría, su inauguración.

No obstante, el nubarrón de la prueba se abatiría sobre ellos… Después de haber transcurrido un año desde el inicio de las obras les llega una terrible noticia: el rey había emitido un decreto que vetaba la edificación de cualquier recinto sagrado.

La tristeza se apoderó del pueblo, desconcertado tras oír el mensaje del soberano. La energía y el ánimo que los dominaba hasta ese momento parecía que los había abandonado. Nadie sabía cómo reencender la antorcha del entusiasmo anterior; ni siquiera el párroco encontraba palabras para consolarlos…

Pasados unos minutos de profundo silencio, se alzaron las voces indignadas de Ana y Juan, dos vivaces gemelos, hijos de Fernando, el catequista:

–¡Ya pueden llegar ése y otros muchos decretos más prohibiendo construir iglesias, sin embargo, nosotros continuaremos con la nuestra!

–Exclamó Juan.

Las piedras vivas que componen la Iglesia

–Este edificio refleja algo que está en nuestro interior –agregó Ana–. ¿El domingo pasado no nos dijo el párroco que todos somos piedras vivas que componen la Iglesia?

–¡Eso mismo! ¡Piedras vivas! –respondió Juan–. Podrán prohibir la construcción de iglesias de piedra, pero nadie puede impedirnos seguir edificando y adornando la Iglesia que está viva en nosotros.

Las afirmaciones de aquellas almas inocentes reanimaron al pueblo y también acabaron resonando en los oídos del rey…

Con el consentimiento del párroco y confiando en la ayuda de la Divina Providencia, los aldeanos decidieron proseguir los trabajos sigilosamente. Las paredes ya se habían levantado y el tejado estaba casi listo. Se podía concentrar los esfuerzos en el acabado interior, siempre más discreto. Además, la localización del pueblo, incrustado en las montañas y lejos de los principales caminos, le permitía avanzar sin llamar la atención.

Mientras los adultos retomaban con ahínco sus tareas, los niños, llenos de ardor por las palabras de Ana y Juan, asumieron ellos mismos la misión de rezar sin descanso. Y eso es lo que hicieron.

Los Ángeles, nuestros mensajeros

Los dos gemelos reunieron a los niños de la aldea y Juan les dijo en tono solemne:

–¿No hemos aprendido en el catecismo que una de las principales funciones de los ángeles es la de ser mensajero? Nuestros ángeles de la guarda tienen un poder extraordinario y quieren ayudarnos.

–Pero para ello –añadió Ana– es necesario que pidamos su auxilio. Si no lo hacemos, se van a quedar de brazos cruzados… ¡Tengo una idea!

Desde entonces, Juan, Ana y los demás pequeños del lugar pidieron incansablemente a sus ángeles de la guarda que repitieran en los oídos del rey una frase: “Podrán prohibir la construcción de iglesias de piedra, pero nadie puede impedirnos seguir edificando y adornando la Iglesia que está viva en nosotros”.

El tiempo transcurría y el empeño con el que los chiquillos rezaban le daba fuerzas a la gente para continuar la obra. Pero las inocentes oraciones infantiles también tenían un efecto invisible sobre los ángeles, que no cesaban ni un instante de influenciar en el rey…

Sin que nadie mencionara el tema, el soberano empezó a sentir un doloroso aguijón en el alma… En su conciencia pesaba la prohibición que había decretado de construir edificaciones sagradas, más que las piedras necesarias para erigir todas las iglesias de su reino.

De modo que instigado, sin percibirlo, por las benéficas voces angélicas, el monarca se arrepintió profundamente de la falta cometida y, en reparación, promulgó un nuevo decreto que revocaba el anterior, en el que otorgaba además beneficios y privilegios para los que quisieran construir un nuevo templo en su reino.

El Símbolo de la ceremonia estaba a punto de empezar

La alegría invadió a los habitantes de la aldea. Con más presteza aún avanzaron en sus trabajos y, en un abrir y cerrar de ojos, terminaron lo que faltaba para dejar lista la nueva edificación.

Finalmente llegó el día previsto para la inauguración. El simbolismo de la ceremonia que estaba a punto de empezar consolaba y conmovía a los fieles, y a muchos se les saltaban las lágrimas de emoción mientras esperaban la entrada del celebrante.

¿Y cuál no fue la sorpresa de los presentes cuando, poco antes de que comenzaran los ritos sagrados, vieron que desde el fondo de la iglesia entraba la inconfundible figura del rey. No obstante, venía a pie con un séquito muy reducido y con aire de penitente. Estaba tan arrepentido de haber firmado aquel decreto de la prohibición que decidió participar personalmente en la primera Misa de la primera iglesia que fuera erigida en sus dominios. Quería dar testimonio de su fe, con fervor renovado. Pidió la palabra y dijo:

–Después de haber impedido la construcción de iglesias, no tuve un instante de paz. Noche y día escuchaba como voces que me decían: “Podrán prohibir la construcción de iglesia de piedra, pero nadie puede impedirnos seguir edificando y adornando la Iglesia que está viva en nosotros”. Seguramente fueron los ángeles o quizá alguno de mis piadosos antepasados que me recriminaban mi actitud…

En ese momento, una sonrisa se dibujó en los labios de Juan, de Ana y de los demás niños: la misión que habían encomendado a sus ángeles de la guarda fue cumplida de la mejor manera posible. Y todos pudieron comprender que, de hecho, ¡somos piedras vivas de la Iglesia.