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La Virgen de Guadalupe

Empecemos por el historiador

 Antonio Valeriano, indio tapaneca puro, contemporáneo de Juan Diego y de su tío Juan Bernardino, era perfecto conocedor del español y del latín pero su lengua nativa era el náhuatl: el idioma de los diálogos entre Juan Diego y la Virgen en todos sus encuentros. La narración guadalupana presenta la novedad literaria de que, dejando los pictogramas típicos de los relatos aztecas, Antonio Valeriano adopta por vez primera las letras y fonemas hispanos para escribir su relato Nican Mopohua (“Aquí se describe o se narra”) y ello convierte este relato en una obra de arte de valor universal tanto por el conocimiento del habla de los aztecas, como por el calado poético de sus locuciones. Juan Diego (su nombre azteca era Cuauhtlatóhuac “el que habla sin doblez”) y la Virgen María dialogan con expresiones amables, familiares, cariñosas, llenas de diminutivos afectuosos, imposibles de recoger en un pictograma azteca pero que aclaran muchas de las actuales expresiones del idioma español en México.

Y continuemos con la historia

El 9 de diciembre de 1531 (diez años después de la conquista) nuestro indito, de 57 años, sinceramente convertido a la fe católica, va a recibir sus sesiones de catecismo con los franciscanos de la capital. La Santísima Virgen se interpone en su camino, se presenta y le encarga que solicite del Obispo la construcción de un templo en su honor para atender en él a todos sus hijos. Después de varias dificultades e insistentes visitas al Obispo, éste le solicita una prueba de la veracidad de las apariciones celestiales. El indio se siente desvalido e incomprendido y le pide a la Virgen que encargue la misión a alguien más competente, porque comprende que el señor Obispo no creía su historia “como que no mucho la tenía por cierta”. Pero la Virgen insiste: “Escucha, el más pequeño de mis hijos, ten por seguro que no son escasos mis servidores, mis mensajeros, pero es muy necesario que tú personalmente, vayas, ruegues, que por tu intercesión se realice, se lleve a efecto mi querer, mi deseo. Y mucho te ruego, hijo mío el menor, y con rigor te encomiendo, que vuelvas mañana a ver al Obispo”.

Un tío de Juan Diego – Juan Bernardino - cae gravemente enfermo y solicita a su sobrino que le traiga con urgencia un sacerdote para ayudarlo a bien morir. Nuestro indito para cumplir el encargo y rehuir o esquivar a la Virgen cambia el itinerario pero ella se le aparece de nuevo – ya es la cuarta vez – y le pregunta:”¿Qué te ocurre hijo mío el más pequeño? ¿A dónde vas?”.

Apenas él le explica los motivos del desvío y la inevitable demora en su misión, la Virgen le convence: “Escucha, ponlo en tu corazón, hijo mío el menor que es nada lo que te asusta, lo que te aflige; que no se turbe tu rostro, tu corazón. No temas esta enfermedad, ni ninguna otra enfermedad y angustia. ¿No estoy yo aquí que soy tu madre? ¿No estás bajo mi sombra y resguardo? ¿No soy yo la fuente de tu alegría? ¿No estás en el hueco de mi manto, en el cruce de mis brazos? ¿Tienes necesidad de alguna otra cosa? Que nada te aflija, te perturbe; que no te apriete con pena la enfermedad de tu tío, porque de ella no morirá por ahora. Ten por cierto que ya está bueno”.

El indito la cree y a continuación recibe el encargo de recoger en su ayate un montón de flores – rosas de Castilla – para llevarlas al Obispo. El aroma que desprenden es delicioso, celestial; la Virgen las toma en sus manos, las deposita de nuevo en al ayate y le manda que vaya a la Residencia del Obispo.

Desenlace

Los servidores del Obispo no quieren atenderle y él se queda en un rincón, acurrucado, hasta que ellos descubren que oculta algo en su ayate. Se acercan amenazadores y perciben el perfume celestial pero, al abrir la tilma, no pueden coger las rosas con sus manos porque se les escapan como si fuesen de aire o estuvieran sólo cosidas o pintadas en la tela de la prenda. Ante el evidente milagro, llaman al Obispo y éste, acompañado de toda la servidumbre, adivina que se trata de la señal que le da la Virgen, y se presenta de inmediato ante Juan Diego.

El indito abre el ayate y deja caer las flores delante de todos; pero en este preciso instante aparece en la tela del ayate la Imagen admirable de la Virgen, tal como se venera en la actualidad.

El Obispo, don Juan de Zumárraga, llora de emoción, se arrodilla y pide disculpas a la Virgen por sus vacilaciones previas – mientras todos contemplan admirados la Imagen – y después, desabrochando el nudo del ayate del hombro del indio, primero lo lleva para venerarlo a su oratorio privado pero, ante el revuelo que se organiza, tiene que dejarlo en la Iglesia Mayor, donde todos los habitantes de la ciudad – sin faltar ni uno – la contemplan extasiados aquel mismo día.

Por su parte, Juan Bernardino – curado de repente - confirma que a la misma hora que decía su sobrino se le apareció una hermosa Doncella diciéndole que era la Perfecta Virgen Santa María. Como añadió el vocablo azteca “Coatlalopé” “la que aplasta la serpiente” los españoles lo entendieron o tradujeron como Guadalupe.

Comentarios

Esta bellísima historia o leyenda plantea muchos interrogantes que se van dilucidando, sin agotarlos, a lo largo de los siglos. La rápida y profunda difusión de la devoción guadalupana en toda Hispanoamérica, la duración inusitada de la tela del ayate, la naturaleza de los colores de la imagen, la ausencia total de pinceladas o imprimación previa a la pintura (no la realizó una mano humana), las figuras que se han ido descubriendo en los ojos de la Virgen, los personajes, a veces desconocidos, que asistieron al evento descrito.... En fin, hay un cúmulo de detalles maravillosos que me animan a exponerlos en otro artículo más científico.