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La verdadera misión

Escritor

Cuando a la mayoría de nosotros nos hablan de África, por ejemplo, tendemos a pensar en un gigantesco lugar lleno de personas de color negro, seguramente pobres o de escasos recursos, sin pararnos a pensar en las diferencias entre Etiopía, Somalia, Sudáfrica o Botsuana, por mencionar varios de los 53 estados que componen ese inmenso continente. Nos “parecen” similares. Digo parecen porque, en el fondo, sabemos que no son lo mismo, aunque apenas investigamos o hacemos algo para advertir dichas diferencias.

Lo mismo ocurre con Asia, un lugar enorme en donde camboyanos, laosianos, tailandeses y birmanos se confunden en nuestra nebulosa mental con pavorosa y lamentable frecuencia; o con Oriente Medio, otra extensa zona en la que día sí y día también se multiplican los atentados y las desgracias y a la que no concedemos más que unos pocos segundos de oración, o siquiera de reflexión, cuando salen brevemente en el noticiero de turno.

Y esto es triste, se mire por donde se mire, considerando que en cada una de aquellas tierras viven millones  -cientos de millones- de personas, todas ellas hijas de Dios y queridas por Dios, con sus aspiraciones, sus preocupaciones, sus deseos y sus alegrías.

En el cristianismo, al igual que en otras muchas religiones, tenemos honrosas excepciones a esta tendencia, claro está: contamos con personas que, incluso hoy en día, deciden abandonar la comodidad de su hogar, la inercia del ambiente en el que están sumergidas, y se lanzan a destinos lejanos, abandonados, casi ignorados, a los que la palabra de Dios casi no ha llegado, para explicar cómo el Camino, la Verdad y la Vida que representa la figura de Jesucristo nos ofrece el bálsamo de consuelo y felicidad que esperamos y merecemos. Son los misioneros.

Se calcula que actualmente hay cerca de 400.000 misioneros católicos laicos repartidos por los cinco continentes, así como más de 3 millones de catequistas. Son muchos, pero no suficientes, puesto que aún existen muchas almas necesitadas del cariño de Dios y de la Virgen María.

¿Significa entonces que nuestro deber es dejar a nuestro padre y a nuestra madre y partir cuanto antes hacia algún lugar recóndito para difundir el mensaje cristiano? No necesariamente. El espíritu misionero que Jesucristo nos pidió va mucho más allá. No se limita a la forma en sí de “viajar y predicar allende los mares”, sino que tiene que ver más con nuestra magnanimidad interior. Es decir, tal espíritu nace y se nutre de tres grandes amores: el amor a Cristo, el amor al mundo y el amor a la Iglesia.

En la medida en que conocemos y amamos a Jesucristo, nace en nuestro interior el anhelo convencido de comunicar esa felicidad a los demás, la misma que nos trajo Dios niño al nacer en Belén hace más de 2000 años. Por otro lado, la auténtica misión empieza por nuestros seres más cercanos (familia, compañeros de trabajo, vecinos, amigos), no por Guinea Ecuatorial. Y por último, misión es también el afán por reunir y animar en la fe a nuestros propios hermanos cristianos, sin criticar ni destruir, edificando y fortaleciendo -a base de oración, sacrificio, paciencia y optimismo- el Cuerpo de Jesucristo que es la Iglesia.