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La cuestión de las obras

La cuestión de las obras

La Iglesia Católica reafirmó así la doctrina tradicional y la sentencia de la Carta de Santiago: «Qué aprovecha, hermanos míos, que uno diga que tiene fe, pero que no tenga obras? ¿Puede acaso la fe salvarle? La fe, si no tuviere obras, muerta está por sí misma. Aun podrá uno cualquiera decir: “Tú tienes fe y yo tengo obras; muéstrame esa tu fe desprovista de obras, y yo te mostraré por mis obras la fe”» (St 2,14.17-18).

Lutero, interpretando otros textos de San Pablo sin este complemento de Santiago ni la clara exégesis hecha por la Iglesia a partir de la Patrística, había defendido la justificación por la sola fe: la fe es un don gratuito de Dios que aporta esperanza y caridad y se transmite por la Biblia, la cual puede ser interpretada por cada fiel. Así, la vida de la fe será abandonar en Dios la esperanza de la salvación, recibir los dos únicos sacramentos reconocidos por el luteranismo como instituidos por Dios (Bautismo y Comunión), atender a las obras (como meras formas de glorificar a Dios, pero no como medios de justificación) y el culto (canto colectivo, predicación y comunión).

Frente a la visión pesimista del hombre que posee el luteranismo (irremediable decadencia del hombre), heredada de Guillermo de Ockham y compartida con las demás ramas protestantes, el concilio de Trento reafirmó la dignidad de la persona humana: el hombre, herido por el pecado original, está inclinado al mal, pero conserva su libre albedrío y su aspiración al bien; por eso también los paganos, por las luces naturales, pueden realizar buenas acciones. Asimismo, Trento defendió que la fe se fundamenta sobre las Sagradas Escrituras (se mantiene la composición canónica de la Biblia y el valor inspirado de la Vulgata, es decir, la traducción de la Biblia llevada a cabo por San Jerónimo) y la Tradición (los escritos de los Padres y Doctores de la Iglesia, los cánones de los concilios ecuménicos, el consentimiento de la Iglesia y el magisterio romano), y que, por lo tanto, la interpretación de las Escrituras corresponde a la autoridad de la Iglesia. En cuanto a la doctrina de la justificación, el concilio de Trento declaró que Dios nos hace verdaderamente justos transformándonos interiormente por la acción de la gracia, cuya recepción es preparada por nuestra aspiración a Dios y se nos da en grado suficiente para apartarnos libremente del pecado y alimentar las obras que ella inspira y que contribuyen a la salvación. También confirmó y profundizó la doctrina tradicional de la Iglesia sobre el Santo Sacrificio de la Misa y los Sacramentos, así como la Eclesiología tradicional católica, y dispuso numerosas medidas de reforma interna.

Por lo tanto, si bien el luteranismo y otras ramas protestantes no negaban del todo el valor de las obras, sí lo reducían notablemente en relación con la fe y la justificación y alimentaban mucho más el espíritu individualista. En la práctica, para muchos de sus seguidores, la salvación no se obtendría por las obras de caridad que uno realizase, sino sólo por su fe en Dios, así que era inútil emprender tales obras. Las últimas consecuencias de esta visión se alcanzarían en el calvinismo, donde se fomentaba una mentalidad profundamente individualista y de ahorro y, al mismo tiempo, se concebía que la salvación o la condenación de un hombre se advertía ya en la vida terrena en función de su fortuna económica: el favor divino se manifestaría en el rico y la condenación en el pobre. Por eso el sociólogo Max Weber explicó las raíces protestantes (fundamentalmente calvinistas) del capitalismo.

En cambio, para el católico, las obras de misericordia se hallaban estrechamente unidas a la fe y eran un deber, lo cual conducía a un espíritu de solidaridad hacia los desvalidos. El pobre, el miserable, siempre recordaba al pobre Lázaro del Evangelio, y el rico egoísta era el que se labraba su propia perdición eterna. Ver a un pobre y no atender con obras a sus necesidades era una falta de caridad y un acto de injusticia que, indudablemente, no podría ser bendecido por Dios. Las obras nacen de la fe: sólo la fe con caridad es posible, pues la fe sin obras está muerta. Por eso la Iglesia en la Edad Moderna seguiría desarrollando ingentes obras de caridad, como en todos los siglos anteriores.