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La Confirmación

La Confirmación. Papa Francisco

Estas son imágenes que hacen pensar en nuestro comportamiento, porque tanto la carencia como el exceso de sal hacen desagradable la comida, así como la falta y/o el exceso de luz impide ver. ¡Quién puede realmente hacernos sal que da sabor y preserva de la corrupción, y luz que ilumina el mundo es solamente el Espíritu Santo! Y esto es el don que recibimos en el sacramento de la confirmación, sobre el que deseo detenerme a reflexionar con vosotros. Se llama «confirmación» porque confirma el bautismo y refuerza la gracia; como también “crismación”, por el hecho de que recibimos al Espíritu mediante la unción con el “crisma” —óleo mezclado con perfume consagrado por el obispo—, término que lleva a «Cristo» el Ungido de Espíritu Santo.

Renacer a la vida divina en el bautismo es el primer paso; es necesario después comportarse como hijos de Dios, o sea, ajustándose a Cristo que obra en la santa Iglesia, dejándose implicar en su misión en el mundo. A esto provee la unción del Espíritu Santo: «mira el vacío del hombre, si tú le faltas por dentro» (cf. Secuencia de Pentecostés). Sin la fuerza del Espíritu Santo no podemos hacer nada: es el Espíritu quien nos da la fuerza para ir adelante. Como toda la vida de Jesús fue animada por el Espíritu, así también la vida de la Iglesia y de cada uno de sus miembros está bajo la guía del mismo Espíritu.

Concebido por la Virgen por obra del Espíritu Santo, Jesús emprende su misión después de que, al salir del agua del Jordán, es consagrado por el Espíritu que desciende y permanece en Él (cf. Marcos 1, 10; Juan 1, 32). Él lo declara explícitamente en la sinagoga de Nazaret: ¡es bonito cómo se presenta Jesús, cuál es el carnet de identidad de Jesús en la sinagoga de Nazaret! Escuchemos cómo lo hace: «El Espíritu del Señor sobre mí, porque me ha ungido para anunciar a los pobres la Buena Nueva» (Lucas 4, 18). Jesús se presenta en la sinagoga de su pueblo como el Ungido, Aquel que ha sido ungido por el Espíritu.

Jesús está lleno de Espíritu Santo y es la fuente del Espíritu prometido por el Padre (cf. Juan 15, 26; Lucas 24, 49; Hechos 1, 8; 2, 33). En realidad, la noche de Pascua el Resucitado sopló sobre sus discípulos diciéndoles: «Recibid el Espíritu Santo» (Juan 20, 22); y en el día de Pentecostés la fuerza del Espíritu desciende sobre los Apóstoles de forma extraordinaria (cf. Hechos 2, 1-4), como conocemos.

La «respiración» del Cristo Resucitado llena de vida los pulmones de la Iglesia; y, de hecho, la boca de los discípulos, «colmados de Espíritu Santo», se abren para proclamar a todos las grandes obras de Dios (cf. Hechos 2, 1-11). El Pentecostés —que celebramos el domingo pasado— es para la Iglesia lo que para Cristo fue la unción del Espíritu recibida en el Jordán, es decir, Pentecostés es el impulso misionero a consumar la vida por la santificación de los hombres, para gloria de Dios.

Si en cada sacramento obra el Espíritu, está de modo especial en la confirmación, ya que «los fieles reciben como Don al Espíritu Santo» (Pablo vi, Cost. ap. Divinae consortium naturae). Y en el momento de hacer la unción, el obispo dice esta palabra: «Recibe al Espíritu Santo que te ha sido dado como don»: es el gran don de Dios, el Espíritu Santo. Y todos nosotros tenemos al Espíritu dentro.

El Espíritu está en nuestro corazón, en nuestra alma. Y el Espíritu nos guía en la vida para que nos convirtamos en la sal correcta y en la luz correcta para los hombres.

Si en el bautismo es el Espíritu Santo quien se sumerge en Cristo, en la confirmación es Cristo quien nos colma de su Espíritu, consagrándonos como sus testigos, partícipes del mismo principio de vida y de misión, según el designio del Padre celestial. El testimonio prestado por los que se confirman manifiesta la recepción del Espíritu Santo y la docilidad a su inspiración creativa.

Yo me pregunto: ¿Cómo se ve que hemos recibido el Don del Espíritu? Si cumplimos las obras del Espíritu, si pronunciamos palabras enseñadas por el Espíritu (cf. 1 Corintios 2, 13).

El testimonio cristiano consiste en hacer solo y todo aquello que el Espíritu de Cristo nos pide, concediéndonos la fuerza de cumplirlo.

Continuando con el argumento de la Confirmación o Crismación, deseo hoy poner el foco en la «íntima conexión de este sacramento con toda la iniciación cristiana» (Sacrosanctum Concilium, 71).

Antes de recibir la unción espiritual que confirma y refuerza la gracia del bautismo, quienes se van a confirmar están llamados a renovar las promesas hechas un día por padres y padrinos.

Entonces son ellos mismos quienes profesan la fe de la Iglesia, listos para responder «creo» a las preguntas dirigidas por el obispo; listos, en particular, a creer «en el Espíritu Santo, que es Señor y da la vida y que hoy, por medio del sacramento de la confirmación está de un modo especial conferido a ellos, como lo fue a los Apóstoles en el día de Pentecostés». (Rito de la confirmación n. 26).

Puesto que la venida del Espíritu Santo reclama corazones recogidos en oración (cf. Hechos 1, 14) después de la oración silenciosa de la comunidad, el obispo, manteniendo las manos extendidas sobre los que van a confirmarse, suplica a Dios que infunda en ellos su Santo Espíritu.

El Espíritu es el mismo (cf. I Corintios 12, 4), pero viniendo a nosotros lleva consigo la riqueza de dones: sabiduría, intelecto, consejo, fortaleza, ciencia, piedad y santo temor de Dios (cf. Rito de la confirmación, nn. 28-29).

Hemos escuchado el pasaje de la Biblia con estos dones que lleva el Espíritu Santo. Según el profeta Isaías (11, 2) estas son las siete virtudes del Espíritu derramadas sobre el Mesías para que cumpla su misión. También san Pablo describe el abundante fruto del Espíritu que es «amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí» (Gálatas 5, 22).

El único Espíritu distribuye los múltiples dones que enriquecen la única Iglesia: es el autor de la diversidad, pero al mismo tiempo el Creador de la unidad. Así el Espíritu da todas estas riquezas que son diversas pero del mismo modo crea la armonía, es decir, la unidad de todas estas riquezas espirituales que tenemos nosotros cristianos.

Por tradición, atestiguado por los Apóstoles, el Espíritu que completa la gracia del bautismo se comunica a través de la imposición de manos (cf. Hechos 8, 15-17; 19, 5-6; Hebreos 6, 2). A este gesto bíblico, para expresar mejor el derramamiento del Espíritu que impregna a quienes lo reciben, se ha agregado una unción de aceite perfumado, llamado crisma, que ha permanecido en uso hasta nuestros días, tanto en Oriente como en Occidente (cf. Catecismo de Iglesia Católica, 1289).

El aceite —el crisma— es una sustancia terapéutica y cosmética que entrando en los tejidos del cuerpo medica las heridas y perfuma las extremidades; por esas cualidades fue asumido por la simbología bíblica y litúrgica para expresar la acción del Espíritu Santo que consagra e impregna al bautizado, embelleciéndolo con carismas.

El sacramento se confiere mediante la unción del crisma en la frente, llevada a cabo por el obispo con la imposición de la mano y mediante las palabras: «Recibe el sello del Espíritu Santo que se te ha dado como don». El Espíritu Santo es el don invisible otorgado y el crisma es el sello invisible. Recibiendo en la frente el signo de la cruz con el óleo perfumando, el confirmando recibe una huella espiritual indeleble, el «carácter», que lo configura más perfectamente a Cristo y le da la gracias de propagar entre los hombres su «buen perfume» (cf. 2 Corintios 2,15).

Escuchamos de nuevo la invitación de san Ambrosio a los nuevos confirmandos. Dice así: «Recuerda, pues, que has recibido el signo espiritual […] y guarda lo que has recibido. Dios Padre te ha marcado con su signo, Cristo Señor te ha confirmado y ha puesto en tu corazón la prenda del Espíritu» (De mysteriis 7,42: csel 73,106; cf. ccc, 1303).

Es un don inmerecido del Espíritu, para acoger con gratitud, haciendo espacio a su creatividad inagotable. Es un don para custodiar con premura, para secunda con docilidad, dejándose plasmar, como cera, por su ardiente caridad, «que refleje a Jesucristo en el mundo de hoy» (Exhort. ap. Gaudete et exsultate, 23).

Continuamos la reflexión sobre la confirmación considerando los efectos del don del Espíritu Santo en quienes reciben este sacramento. El Espíritu nos mueve a salir de nuestro egoísmo y a ser un don para los demás.

La recepción de la confirmación nos une con mayor fuerza a los miembros del Cuerpo místico de Cristo, que es la Iglesia. Tenemos que pensar en la Iglesia como un organismo vivo, compuesto de personas que caminan formando una comunidad junto al obispo, que es el ministro originario de la confirmación y quien nos vincula con la Iglesia.

Esta incorporación a la comunidad eclesial se manifiesta en el signo de la paz con el que se concluye el rito de la confirmación. El obispo dice a cada confirmado: «la paz esté contigo». Estas palabras nos recuerdan el saludo de Jesús a sus discípulos en la noche de Pascua y expresan la unión con el Pastor de esa iglesia particular y con todos los fieles. Recibir la paz a través del obispo nos impulsa a trabajar por la comunión dentro y fuera de la Iglesia, a mejorar los vínculos de concordia en la parroquia y a cooperar con la comunidad cristiana. 

La confirmación se recibe una sola vez, pero su fuerza espiritual se mantiene en el tiempo y anima a crecer espiritualmente con los demás.

(AUDIENCIA GENERAL Plaza de San Pedro, 30.5, 6.6.2018)