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El reclinatorio y la importancia de las pequeñas “cosas”

El aire soplaba fresco del mar mientras consumía mis pensamientos contemplando el horizonte renovado.

Pequeños detalles anticipaban la llegada de la vida. Pensé en la menguante importancia del pasado. En el cotidiano desprecio que mostramos hacia las pequeñas cosas. A las que definimos como “sin importancia”. En el decadente valor de la experiencia. En el sentimiento natural y exaltado, que se escondía tras la decisión colectiva de evitar el contacto con nuestra historia.

El ser humano está condenado a repetir sus errores por culpa de ese desprecio permanente que muestra hacia los conocimientos que atesoraron quienes vivieron antes que nosotros, a la vez que desprecia, como insignificantes, las “cosas” que carecen de importancia. Sentimiento que se agudiza con el transcurso del tiempo. La Modernidad, de manera implícita, lleva aparejado un mensaje: “Nada de lo pasado es rescatable por el futuro. El mañana debe construirse sobre el vacío.”

El valor de la experiencia y de los objetos sin importancia se comienza a apreciar en el momento en el que uno alcanza la madurez, eufemística manera de bautizar al declinar de la vida.

Lo encontré dando tumbos en busca de un libro, que nunca rescaté del ignoto lugar en el que debía encontrarse.

Me miraba mientras le contemplaba. Apoyado en la pared, escondido a las miradas curiosas, me mostraba, con recato, su imagen de madera tallada.

Las pequeñas cosas

Pequeño, modesto y silencioso, parecía ofrecerse a mí con la necesidad del que busca ser útil una vez más. Seguir cumpliendo la misión, que hacía mucho tiempo le encomendara su constructor. 

Ante mi escepticismo, sólo y olvidado, me recordó, con muda voz, que con mi actitud estaba contribuyendo a aquello que pretendía criticar. Rememoré mis pensamientos sobre la importancia de las pequeñas cosas y el valor de la experiencia.

Se trataba de un antiguo reclinatorio. Una pieza humilde. Sin terciopelos ni alharacas. Construido únicamente con madera.

En su centro había una imagen tallada en relieve. A pesar de su rudeza infantil, su rigidez la dotaba de cierta fuerza. Un hombre vestido con camisa, calzón con perneras “abombachadas” y puntiagudas botas, se postraba levemente, destocado y con su sombrero en la mano. Tan sólo un gesto, ante una cruz grande, pesada y negra,que, protegida por un murete, se erigía sobre un podio cuadrado. Cruz y podio simulaban ser de piedra oscura, cual presagio de los peligros que la existencia encierra.

A su lado, un árbol, leñoso torso desnudo, ajado y seco. Parecía un viejo frutal sin frutos. Un árbol diferente en un bosque de imponentes y lejanos testigos taciturnos que se difuminaban entre las emergentes sombras. Al fondo, se imaginaba un pueblo, sobre él, se erigía, solemne y ausente, la imagen de una iglesia cuyo puntiagudo tejado, apuntaba, como una orgullosa flecha, al cielo de la tarde. Porque a pesar de que el grabado carecía de color, el conjunto mostrado hacía presumible el decadente espectáculo de un atardecer en sazón.

Era la obra de un artesano desconocido que estaba hecha para rezar y durar. El lugar destinado a apoyar las rodillas era grande, cuadrado, sólido. Las austeras tallas laterales, no concedían una alegría a los decorados barrocos.

Tal vez la achaparrada figura buscara ser una representación del árbol de la vida o puede que fuera una simple talamera. El camino y la bifurcación que se adivinaban en la talla, el momento de una solemne decisión o quizás, la simple imagen de un pequeño hidalgo en busca de su condumio diario, solicitando ayuda a Dios ante un crucero.

La obra que evidenciaba la importancia de las pequeñas cosas, se me manifestaba con toda la riqueza de su aportación popular.

El conjunto impresionaba desde su simplicidad.

Experiencia y pequeños detalles

Lo presentí en el centro de un pequeño oratorio rural. Pertenecía a los tiempos en los que la experiencia y los pequeños detalles constituían la base del magisterio. Las existencias humanas se basaban en la simple repetición de las de sus antepasados. La cotidianidad formaba parte de una sociedad que dejaba pasar su vida a la espera de la existencia eterna.

Posiblemente los extremos sean malos. Con el único acopio de tradición el mundo hubiera dejado de avanzar hace muchos años. Por el contrario, es posible que despreciando la experiencia y los pequeños detalles, nuestro devenir se convierta en una errática aventura en la que nos limitemos a repetir los errores del pasado.

Buscar la paz para meditar es, también, una manera de construir el futuro. Reconocerles sus méritos a quienes nos precedieron, es una manera de evitar repetir los esfuerzos que otros realizaron. Parece, por tanto, interesante, recuperar el valor de la experiencia y de las “cosas” insignificantes. No para entronizarlos como nuestra única guía sino para proyectar un futuro más humano y equilibrado.