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El consensus o sensus fidelium

Pío XII encuentra en el sensus fidelium o consentimiento unánime de los fieles, como expresión de la fe universal de la Iglesia en unión a sus pastores, un argumento sólido en favor de la Asunción: “De esta fe común de la Iglesia se tuvieron desde la Antigüedad, a lo largo del curso de los siglos, varios testimonios, indicios y vestigios; y tal fe se fue manifestando cada vez con más claridad” (Munificentissimus Deus, 7). Ciertamente, se trata de un privilegio muy querido por los fieles, como una verdad profundamente arraigada en sus almas y que San Pedro Canisio decía estar ya admitida desde siglos. La fe en la Asunción de María está declarada en realidades concretas, como la veneración de imágenes del privilegio mariano en templos dedicados precisamente a él, su patrocinio sobre las diócesis y Órdenes religiosas, el penúltimo de los misterios gloriosos del Santo Rosario, las cruzadas de oraciones y la proliferación de congresos en relación con el tema, las numerosísimas peticiones dirigidas al Papa por los fieles en unión de sus pastores para que lo definiera dogmáticamente, las respuestas unánimes de los obispos a las consultas de la Santa Sede y la Historia de la Iglesia.

El Magisterio de la Iglesia

Previamente a su definición, decía el Papa en una alocución al Consistorio: “Con la autoridad que el divino Redentor transmitió al Príncipe de los Apóstoles y a sus sucesores, tenemos el propósito de sancionar y definir cuanto la Iglesia cree y honra piadosamente desde los tiempos más lejanos, aquello que, a través de los siglos, han elaborado los Santos Padres, los doctores y teólogos, y que también ha sido solicitado de todas partes e invocado con innumerables documentos por los fieles de todas las condiciones. Es decir, que María, la Virgen Madre de Dios, fue llevada en cuerpo y alma a la gloria celestial”. Se trataba, ciertamente, de una verdad creída con firmeza por los pastores y por sus pueblos, y de consiguiente ha sido revelada por Dios y puede ser definida por la suprema autoridad apostólica del Romano Pontífice: su definibilidad descansa sobre la infalibilidad de la Iglesia. Ha sido enseñada por el Magisterio ordinario universal como objeto de fe y revelada, como una verdad contenida en el depósito de la fe.

La definición

Entre 1849 y 1940, los Papas habían recibido un conjunto de cartas a favor de la definición de este dogma, enviadas por cardenales, arzobispos y obispos, sacerdotes, religiosos y religiosas, asociaciones, universidades e innumerables fieles particulares. Además, en el Concilio Vaticano I se había solicitado por casi doscientos Padres. En el siglo XX, el camino hacia la definición había sido preparado por un incremento de las investigaciones y de los estudios acerca del privilegio mariano.

Por eso, Pío XII envió en 1946 la carta Deiparae Virginis Mariae a todos los obispos del mundo, preguntándoles su parecer sobre la definibilidad de la Asunción como dogma de fe y si existía ese deseo en ellos, en su clero y en su grey. Las respuestas fueron afirmativas, con unanimidad casi total, y juzgó no haber duda alguna para llegar por fin a la definición y que resultaba de plena conveniencia.

Por fin, Pío XII proclamó solemnemente el dogma de la Asunción de María, conforme a la autoridad apostólica propia del Romano Pontífice, en los siguientes términos: “Por tanto, después de elevar a Dios muchas y reiteradas preces e invocar la luz del Espíritu de la Verdad, para gloria de Dios omnipotente, que otorgó a la Virgen María su peculiar benevolencia; para honor de su Hijo, Rey inmortal de los siglos y vencedor del pecado y de la muerte; para acreditar la gloria de esta misma augusta Madre y para gozo y alegría de toda la Iglesia, con la autoridad de nuestro Señor Jesucristo, de los bienaventurados apóstoles Pedro y Pablo y con la nuestra, pronunciamos, declaramos y definimos ser dogma de revelación divina que la Inmaculada Madre de Dios, siempre Virgen María, cumplido el curso de su vida terrena, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celestial. Por eso, si alguno, lo que Dios no quiera, osase negar o poner en duda voluntariamente lo que por Nos ha sido definido, sepa que ha naufragado en la fe divina y católica” (Munificentissimus Deus, 18).

El mismo día de la definición, 1 de noviembre de 1950, dirigió una alocución llena de emoción a los fieles reunidos en la plaza de San Pedro (conocida como Commossi), y lo cierto es que para él siempre fue un motivo de gozo el haber definido dogmáticamente este privilegio, tal como recordaría en varias ocasiones.