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El beneficio de la amabilidad

Escritor

Cuando nosotros nos mostramos amables, imitamos ese ejercicio divino de “mirar lo creado con amor y tratar de conservarlo”. Los padres, al traer un hijo al mundo, co-crean con Él y, a partir de ese momento, el mejor modo de imitar a Dios es ejercitar la amabilidad con esa hija, ese hijo. Ser amable consiste en dejar que los otros ocupen nuestro lugar y, así, ponemos en acto la solicitud.

La amabilidad y la solicitud son requisitos imprescindibles para educar. Y como educar no es fácil porque desgasta, es bueno considerar que ese desgaste “merece la pena” porque supone imitar a Dios. La expresión “merece la pena” conlleva sacrificio, dolor, vivir para la otra/el otro… Pero al desplegar nuestra solicitud con el ánimo de ayudar, contagiamos a los hijos el afán de que se muestren también amables.

Un solo gesto de amabilidad echa raíces en todas direcciones y de esas raíces salen nuevos brotes. Unos padres que se esfuerzan en ser amables, aprenden a serlo todavía más y, lo que es más transcendente, motivan a sus hijos para que -si no lo son- lo sean. De modo que no hay mejor obsequio que unos padres pueden hacer que mostrarse amables.

Demos un paso más. La amabilidad lo suaviza todo porque permite que afloren aptitudes vitales como la serenidad, que dispensa las mejores condiciones para actuar con sensatez y flexibilidad; el buen humor, que hace posible ver con otra mirada y faculta para descubrir lo positivo de cada persona y de cada situación; la paciencia, que transmite un clima de confianza y regala ilusión ofreciendo nuevas oportunidades… y así, es como se convive al estilo de Dios: mirando la familia creada y cuidándola con amor infinito, donde se da el diálogo, el cariño, el razonamiento, la empatía, el corregir sin herir y… el conociendo por parte de todos de las metas que tenemos en común porque somos una familia y nos sentimos parte de ella.