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Dios sigue levantando ampollas

No entiendo, si no, la curiosidad que suscitan en Occidente bastantes libros con temática o trasfondo sobrenatural.

Algo similar ocurre al leer los periódicos digitales: pocas noticias son más comentadas que las relacionadas con la Iglesia y el Papa. Y resulta más sorprendente aún comprobar que el cine no le va a la zaga: todavía hoy se siguen produciendo innumerables filmes que tratan de los ángeles, del más allá e, incluso, de Dios mismo. Tal vez eso ilustre por qué existen, simultáneamente, otras tantas obras sobre lo opuesto a Dios: el mal, el demonio o el pecado.

En las últimas semanas he podido pasar bastante tiempo con una pareja joven y declaradamente agnóstica. O sea, ninguno de los dos cree que podamos a conocer a Dios, si bien tampoco niegan su existencia. Hemos mantenido unas cuantas conversaciones, largas, en torno al materialismo y la fe.

A pesar de aquellas enrevesadas discusiones que no parecían ir en una dirección específica, una cosa ha quedado clara al final: que el ser humano posee una moral de la que nunca puede huir absolutamente. Vamos, que amar al prójimo es algo loable, mientras que el genocidio nunca se justifica.

Entre nosotros, los católicos, veces puede darse una paradoja: afirmamos –con razón- la bondad de Dios por encima de todo, y al mismo tiempo actuamos como si el mal no existiera, o como si no importara obrar erróneamente por tratarse de cosas pequeñas. Y cuando se nos pregunta por la existencia de Satanás y sus tentaciones en el mundo, con frecuencia lo asociamos a grandes crímenes cometidos por los peores delincuentes, sin recordar que todos nosotros tenemos docenas de batallas diarias que librar.

Negar el mal es absurdo. Se manifiesta de múltiples formas día tras día. Pero una cosa es reconocer su existencia en teoría, advertir sus implicaciones y sus desventajas, y otra muy distinta es no concederle tregua. Él no tiene la última palabra, y para demostrarlo tenemos ese sacramento maravilloso que nos regaló Jesús, hace 2000 años, llamado Penitencia.

El mundo está lleno de desgracias a cada cual peor y, sin embargo, de otras tantas bendiciones igual o más numerosas. Ahí está nuestra guerra, nuestra lucha llena de derrotas y victorias. Recurriendo a Cristo en la oración, en la confesión y en la Eucaristía, lograremos que el bien triunfe poco a poco y que ateos y agnósticos pasen de su escepticismo inicial, en el fondo contrario a la naturaleza humana, a un interés por explicar las injusticias que les rodean y valorar las acciones admirables.

En el fondo, todo ese inconformismo latente en el alma humana tiene sentido. Si el ser humano se ha mostrado, desde sus inicios, inquieto por lo inmaterial, probablemente es porque algo de él aspira a algo superior, intangible, que dé razón de su existencia y de sus acciones en este mundo. Dios quiere que compartamos ese descubrimiento.