Usted está aquí

Cuando acecha el pesimismo

corren el riesgo de deprimirse. "Hay demasiada violencia y demasiado mal en el mundo", dicen. Al final, parece que nada tiene sentido, que no vale la pena vivir porque el dolor inunda cada minuto de mucha gente. 

Su reacción es bastante comprensible, la verdad, más aún teniendo en cuenta cómo a los noticieros les encanta narrar crímenes de toda índole y condición.

Uno tras otro, los desastres y los delitos van desfilando por la pantalla, implacables, hasta que llega la hora de los deportes. Y curiosamente, aunque tanta maldad nos acaba hastiando y dejando una sensación de desamparo -no dan ganas ni de levantarse del sofá-, nos cuesta cambiar de canal o apagar la televisión. Algo similar ocurre con la prensa escrita.

Supongo que en todo esto algo tiene que ver la condición humana: sentimos una atracción innata por lo truculento o morboso, por mucho que seamos conscientes de su repugnancia y nos apresuremos a condenarlo.

A veces prorrumpimos en exclamaciones de sorpresa o rechazo al ver una acción particularmente cruel; otras, nos limitamos a concluir que nosotros no somos tan miserables ni llegamos a semejantes atrocidades, y entonces experimentamos un cierto alivio interior.

¿Tiramos la toalla?

Pero el hecho es que, las cosas son como son, en todos esos dramas y esas penurias nos cuesta ver la dimensión sobrenatural. Ni siquiera tratamos de ver más allá o de agradecer a Dios la suerte de no sufrir como otros muchos millones de personas. Nos basta con lo más fácil: con la queja o con nuestras pequeñas contrariedades.

España y otros muchos países atraviesan ahora tiempos difíciles. Claro que dan ganas de tirar la toalla o de buscar culpables, sobre todo viendo las continuas corrupciones políticas, económicas y sociales que surgen un día sí y otro también.

Frente a esa realidad con frecuencia triste, gris, dolorosa, pienso que no estaría de más -sin caer en una actitud ingenua- recapacitar un poco y recordar cuáles son las prioridades en nuestras vidas: que antes o después todos, independientemente de quiénes hayamos sido en la Tierra, moriremos, y no necesariamente con 80 ó 90 años; que al final sólo Dios responde a nuestras inquietudes más íntimas y profundas; que nos iremos del mundo desnudos y sin nada, salvo nuestras buenas y malas acciones.

En el Calvario, Jesús tenía bastantes motivos para lamentarse. A nadie le extrañaría que sus pensamientos y preocupaciones giraran en torno a los dolores que le atravesaban el cuerpo. Y efectivamente tuvo un momento de desesperación (cuando le gritó a Dios, “Padre, ¿por qué me has abandonado?”).

Pero Cristo superó ese sufrimiento, lo trascendió y quiso que nosotros aprendiéramos de su actitud. Eso le permitió escuchar al buen ladrón, por ejemplo, y perdonarlo por sus pecados poco antes de que ambos expiraran.